Encuentros, reencuentros, desencuentros. Pasados de amores prohibidos que llenan el presente de sueños errantes: lo que pudo ser y no fue. Amargura hoy, dulzura ayer. La Inglaterra de la Segunda Guerra Mundial fue escenario de historias tristes protagonizadas por niños que eran evacuados de las ciudades arrasadas por las bombas nazis y eran acogidos en pequeños pueblos donde encontrar una familia de repuesto. A Frank ( Lucas Bond, excepcional), le toca convivir con Alice, ( Gemma Arterton, una actriz en admirable progreso), que lo recibe a regañadientes. Es una escritora de mirada adusta que quiere estar sola con su máquina de escribir y su pasado de pieles al rojo vivo. Su memoria la mantiene encadenada a un destierro voluntario, no quiere saber nada del mundo, por muy en guerra que esté.

Como era de esperar, la llegada del niño lo cambia todo. Es un chico especial, claro, un ser frágil e imaginativo (atención a su agridulce relación con una compañera de clase) que espera volver a encontrarse con su padre aviador cuando acabe el horror, y con el que la mujer logrará conectar a partir de la fantasía y de la búsqueda de un espacio mítico que les hace más intensa y hermosa la realidad.

Con una música de Volker Bertelmann que va dibujando emociones sin excesos y fotografía evocadora de Laurie Rose, que saca mucho provecho a unos paisajes bellísimos de acantilados, cielos y playas dominados por la luz, la película de Jessica Swale (experta en dirección de actores, y se nota) tiene el mérito indudable de evitar excesos melodramáticos (sobre todo a partir del giro argumental que acelera las pulsaciones en su tramo final) y, aunque no tome riesgos y a veces el exceso de pulcritud aplane la curva del contagio emocional y no saque todo el provecho al maridaje de realidad y fantasía.