Ya nos dejó claro Roman Polanski en sus "Lunas de hiel" que una venganza puede acelerar su crueldad de forma avasalladora cuando antes hubo amor y/o pasión dirigiendo la función. Y la perversidad fluye en esos casos a borbotones porque desaparece la razón, el corazón está hecho pedazos y solo importa herir con mucha sal a mano para aumentar luego el sufrimiento ajeno y el placer propio. El practicante propone una historia con tres patas para un banco inestable. Primero, una pareja que lo tiene todo para ser feliz. Bueno, todo no: no pueden tener hijos. Luego, una pareja que lo pierde casi todo y pasa a ser infeliz: un accidente de tráfico deja al protagonista en silla de ruedas y los celos le corroen porque está convencido de que su mujer le engaña. Y hace lo que puede y no debería para espiarla. Después, la ruptura y la locura. Ahí, en ese giro brusco y feroz hacia el suspense y la violencia, es donde la película pierde fuelle, se atasca en situaciones demasiado previsibles que desembocan en un final polanskiano, pero sin la mala uva vitriólica del genio polaco. Convincente Mario Casas, bien secundado por una Déborah François que enriquece un personaje algo esquemático.