Al grito de “Fuck Mr. Google”, un grupo rebelde trata de zafarse del colonialismo tecnológico, en una selva perdida de Ruanda. Cantan, bailan y aman para combatir el control paramilitar, el expolio de las reservas de coltán, la deshumanización a la que son sometidos. Y ahí en medio están Neptune, hacker intersexual que renació como a los 23 años, y Metalusa, minero huido de una explotación de coltán.
Rareza absoluta y maravillosa, Neptune Frost es el fruto, se diría que imposible, de la fusión entre musical, cyberpunk, arte performativo de vanguardia, danzas africanas y cine de guerrilla. Una estimulante propuesta que sorprende por su desparpajo, su audacia, su vocación abiertamente experimental, su destreza visual y una insobornable honestidad.
Con medios más bien precarios pero con la imaginación por bandera y un gusto estético innegable, esta epopeya de ciencia-ficción que a buen seguro haría las delicias de William Gibson alcanza cotas vetadas a la mayor parte de las superproducciones que se alimentan del género, pródigas en medios y huérfanas de ideas. Para empezar, Neptune Frost logra construir un mundo propio, una Ruanda distópica que nos aguarda a dos latidos y cuatro chips de distancia, y que bebe de la mejor tradición del afrofuturismo. Pero además, en la mejor tradición del género, el filme hurga en la grietas del presente para armar una potente crítica política y social, en este caso a un colonialismo extractivo y rapaz, hecha a ritmo de tambor africano y canciones de guerra. Hipnótica, extraña, vanguardista, inclusiva, pertinente e inolvidable, Neptune Frost es sin duda una de las películas más insólitas de lo que va de FICX, pero también una de las mejores.