Manuel Campo Vidal

Balbín y la clave de la Transición

Su programa llegó en un momento crucial: salíamos de una dictadura y había que aprender lo que era democracia

Se nos fue José Luis Balbín Meana, un excelente profesional que no encontró nunca fronteras que le impidieran su avance profesional: de Asturias a Madrid; de allí a Alemania y después a París para volver a Madrid. De la revista de Pravia que refundó inicialmente, a la agencia Pyresa; a “Pueblo” y de allí a TVE; luego Antena 3 radio y TV con Martin Ferrand; o también en los gabinetes de Comunicación del Ministerio de Fomento al principio, o del Museo del Prado al final. Y aún podríamos añadir que sin fronteras de organigrama, siempre subiendo y bajando desde la base a la cúpula y al revés; de las dimisiones a los silencios, impuestos o elegidos.

La vida periodística de Balbín fue intensa y apasionada, como él mismo era; generoso sin límites con amigos y hasta con recién conocidos, como pocas veces se ha visto igual. Repartidor de oportunidades profesionales y de confianza por adelantado, con lealtad a crédito.

Ese era a grandes rasgos el periodista y el personaje. Pero, como sólo sucede en algunas biografías relevantes, tuvo en sus manos la creación de una plataforma excepcional: el programa “La clave” en Televisión Española. Aquel coloquio que seguía a una película, más o menos relacionada con el título del debate programado, llegó en un momento crucial en la vida de España.

Salíamos de una dictadura y había que aprender lo que era la democracia. En las escuelas del franquismo no se había enseñado el concepto más que para denostarlo al principio y para justificar al final de los años que, “no es que fuera tan mala la democracia, solo que si se toleraba en España, los ciudadanos nos mataríamos los unos a los otros”.

Balbín fulminó semejante majadería todos los viernes por la noche en el segundo canal de TVE. Las familias se reunían para ver su programa, aprendiendo materias jamás enseñadas aquí y descubriendo personajes nuevos, políticos en potencia o de estreno, que nada tenían que ver con los jerifaltes que por décadas habían tenido acceso exclusivo a aquel extraordinario aparato de poder que era la televisión única.

Su programa lo veían los padres y los abuelos pero también los niños porque no había más que dos canales donde elegir y, por lo general, un solo receptor por hogar. Por esa razón tantas personas de todas las edades ahora lo recuerdan, porque sumó tres generaciones ante la pantalla anunciando un tiempo nuevo para España. Allí se enseñaba respeto y moderación: se exhibía inteligencia y contraste de opiniones. Hizo más por el parlamentarismo en sus entregas semanales que años de escolarización si se hubiera programado así desde los sucesivos Ministerios de Educación.

Por eso, cuando en 2015, en el jurado que decide el Premio Nacional de Televisión propuse su nombre, desde mi condición de Presidente de la Academia de TV, no encontré demasiadas resistencias; legítimamente cada uno defendía candidatos según sus intereses, pero la propuesta de Balbín se aprobó finalmente por unanimidad. El espíritu de “La clave” estaba allí bastantes años después, incluso décadas, de haberse emitido por última vez. Para entonces, Balbín ya apenas podía hablar pero escuchó la comunicación oficial del Ministro de Cultura; y más tarde, con voz muy lejana, me dio las gracias por la defensa de su candidatura porque su mujer, Julia, me lo puso al teléfono. La Academia lo propuso, cierto, pero él solo lo ganó: “La clave” estaba viva y bien viva, con raíces profundas en la memoria y en la emoción de los miembros del jurado.

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