La imagen del día no existió. Ni Abelardo ni Luis Enrique son demasiado amigos de airear su amistad, de la que están muy orgullosos, pero ambos eligen saludarse en las entrañas del campo en lo que podría definirse como un abrazo interior. Abelardo salió el primero, un momento que recogieron las cámaras privilegiadas de la televisión que paga por los derechos. El Pitu avanzó por el túnel de vestuarios entre las dos hileras de futbolistas. Como a los suyos ya les había dicho todo lo que les tenía que decir, se acercó a los rivales. Abrazó a Piqué. El central de hoy con el central de ayer. Y se detuvo, más sosegado en el abrazo a Busquets, ese futbolista con el que sueña cualquier entrenador del mundo, con el que cruzó algunas palabras amables antes de seguir camino hacia su banquillo. Luis Enrique se hace esperar. Sale casi sobre el pitido saluda a viejos conocidos y se va hacia el otro banquillo sin volver la mirada. Es evidente que ya se han saludado los dos amigos.

Lucho viste de gala, quizá en señal de respeto, con traje y zapatos negros, camisa blanca impecable y sin corbata. La chaqueta abierta, para bracear con garbo. Abelardo, que juega en casa, va de sport. Viste deportivas, vaquero ajustado con el bajo vuelto y camisa azul, por fuera. El detalle es la pulsera roja de un vistoso reloj.

Los dos se ubican en la esquina del área técnica más próxima a su amigo, separados lo mínimo posible por un cuarto árbitro más prescindible que nunca. Mario Cotelo hace a veces de puente. Las posiciones se van distanciando con el partido, porque cada uno defiende lo suyo. En la mano fuera del área de Stegen, Abelardo llama a Meré y le da instrucciones sobre el lanzamiento que el central corre a transmitir a sus compañeros.

Luis Enrique bracea y pide a Rafinha que se descuelgue al centro del campo para multiplicar las líneas de pase, mientras hace con el brazo el gesto universal del toque, toque y más toque. Durante el partido no hay amigos. Queda claro cuando Luis Enrique, con el automático puesto, reclama la segunda amarilla para Lora. Del Cerro Grande le concede el deseo.

Con este último servicio, Lucho desaparece de escena y se sienta en el banquillo a ver caer los goles. Ya sólo aparece al final, cuando, esta vez sí, se acerca a consolar al amigo herido. Es luego, en la sala de prensa dónde sale decididamente en defensa de Abelardo y su Sporting. Tras el pitido final resurge la amistad.