Fue don Silverio un nombre, una persona, un amigo, un sacerdote que, en mi vida colmaba mis relaciones de amistad. Difícilmente habría imaginado que el señalado día de la fiesta de San Juan de Ávila, patrono de los sacerdotes del clero secular, celebrado en hermandad en el Seminario Metropolitano iba a ser mi último encuentro con mi amigo del alma, Don Silverio Benjamín Cerra Suárez. En su nombre de pila quiero realzar su con dicción de cristiano; en el Don su condición de sacerdote; en el Cerra exalto la memoria de su padre, Silverio también; en el Suárez, para mi inevitable, sublimo el cálido recuerdo para su madre Marcelina, haciendo presente también a la mía. Mi afecto para sus padres lo experimenté siempre bien correspondido.

La noticia la recibí en primicia de Don Jorge, el Vicario General. Sabía de mi amistad con Don Silverio y quiso distinguirme con la noticia que a él acababa de llegar: sobre el suelo de su tierra morcinesa el helicóptero medicalizado del Principado de Asturias acababa de localizar los restos mortales de Don Silverio. Parecía como si esa tierra suya se anticipara a darle el abrazo supremo, para acogerlo en su cementerio de San Antonio de La Foz, donde aguardará la resurrección universal, donde descansará en dormición para despertar en la llamada a resucitar definitivamente con Cristo, para recibir su "ven, siervo bueno y fiel, puesto que fuiste fiel en lo poco de la vida que dejas, entra en el gozo eterno de tu Señor de la nueva vida de que ahora entras en posesión".

Fuiste para mí, querido Don Silverio, un amigo del alma. ¡Cuántas veces compartí en la conversación deleitosa la frase horaciana: el "dimidium animae meae" (la mitad de mi alma)! ¡Cuántas veces se me viene a flor de labios, y más en estos momentos la definición del clásico, cuando expresivamente define a los amigos como "una sola alma en dos cuerpos" o cuando, mejor, el Libro los Hechos de los Apóstoles nos dice que "los cristianos tenían un solo corazón y una sola alma", manera de decir, que sitúa a los creyentes en Cristo mucho más allá que la relación de la amistad! Así quiero contemplarte ahora en mi sentir y en mis vivencias, como si nuestras almas pudieran decirse una sola.

Pasaste por la vida de tu servicio a Dios y a la Iglesia derramando sapiencias, que modelaron las mentes de tus discípulos. Para ellos supiste ser ante todo "maestro", con tus enseñanzas, con tus docencias, con la ejemplaridad de tu vida consagrada por la unción sacrosanta de tu sacerdocio. Para ti la docencia venía a ser como un segundo sacerdocio, que ejercitabas con tu palabra ungida y reverente, con tu eucaristía prolongada a tus clases y prolongación de ellas, con tu dedicación incansable, con tu entrega generosa al servicio de la Iglesia. Única e inseparable era la faceta que presidía tu vida: tu sacerdocio, que llevaba a culmen el sacerdocio radical que hiciste tuyo, al recibir tu condición de cristiano en tu Bautismo.

Tu magisterio ha quedado bien patente en tus libros, que no los pensabas más que dedicados a tus discípulos. Para ellos preferentemente escribías tus tratados filosóficos. No eras capaz de entenderte a ti mismo sin esa correlación que suponían en tu vida tus discípulos. Tu huella permanece imborrable en ellos. Tus sapiencias y tus saberes han enriquecido sus conciencias, sus mentes y sus corazones. Tu aspiración, como la de San Pablo era "no saber nada para tu provecho, sino saberlo todo para trasmitir verdad". Lo verdadero, lo bello y lo bueno fueron tres categorías que nunca estuvieron ausentes de tus vivencias, sino plenamente hermanadas, para hacerlas llegar a las mentes jóvenes y maleables de tus discípulos después de tu plena degustación interior.

Amaste la naturaleza como nadie. Para ti y para tu diario vivir quisiste hacer de ella como una necesidad, como una percepción ininterrumpida. No te quedabas en ella sólo. Tu corazón y tu alma, como dice San Agustín, "se hallaban inquietos hasta descansar en el Creador". ¡Qué bien modulaste tu alma, con los acordes de la naturaleza, para que te condujera únicamente hacia Dios, con cuyo conocimiento tan sólo puede saciarse el alma del justo. Abrías todas las mañanas las puertas de tu alma, para que, a través de tus sentidos, con tu Aramo entrañable al fondo, en ese tu paseo tempranero, se entrara a raudales el Dios de las amanecidas, el Dios que alegraba tu continuada juventud. Tus ojos abiertos a la contemplación de las cosas, de la vida, de tu comunicación con tu alrededor te acercaban, casi sin sentirlo, a las reconditeces de los misterios del Señor.

¡Cuántas veces, querido Don Silverio, hiciste objeto de tu contemplación tu naturaleza morcinense y en tu última vista de ella, hecha tan tuya, tan domeñada, te ha concedido Dios, Padre de misericordias y de todo consuelo, el encuentro definitivo! Allí, en efecto, en la cercanía de lo más medular del Monsacro, sus entrañables Capillas de Santa María Magdalena y de la Virgen del Monsagro con Santa Catalina de Alejandría, allí El Señor ha querido saciar tus ojos y las intimidades de tu corazón con la contemplación, por vez postrera, de tus tierras morcinenses, objeto de tus delicias, de tus delectamientos con preferencia a todos los demás. En ellas, sobre su suelo de siglos, fue hallado tu cuerpo, con el último resplandor de esa luz tan reveladora de bellezas para ti todavía en la retina, como preludio de la otra luz, la "luz de la gloria", la "visión beatífica", que te está permitiendo ya ver a Dios, "tal cual El es, no como quien contempla en un espejo, sino cara a cara, en una luz irreprensible". La última luz de tus ojos fue anticipo de la luz que no se extingue. En un instante, "en un abrir y cerrar de ojos" pasaste de estar viendo la luz de aquí abajo, para no ver sino la "luz eterna", que es Dios "en quien no hay mutación ni rastro de sombra", en quien "ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que lo aman". El dolor en tu partida marcó tu final, ese dolor del que tú has escrito tan bien en un libro reciente, con tu elucubración hermosísima sobre el valor redentor del dolor, conducente a resurrección, que ya has unido al de Cristo tu Redentor.

Querido Silverio, el argumento de san Anselmo, que a través de las criaturas de tus tierras tan queridas, que tantas veces te habían ayudado a probar la existencia de Dios, en un instante quedó para ti sustituido por la visión beatífica. Dios para ti es ahora ya luz plena, luz perpetua, como rezaremos en el Oficio de Difuntos. Las criaturas son para ti ya algo superfluo, algo innecesario, porque contemplas ya al Señor cara a cara. Has entrado ya, amigo entrañable, así lo esperamos de la misericordia del Padre, en el gozo eterno de tu Señor. Que Dios y el coro de sus ángeles te reciban y te premie el Señor con la bienaventuranza eterna.