Fue el maestro Raúl del Pozo quien me preguntó en las elecciones de 2004 quién era Vicente Álvarez Areces. Por supuesto que el columnista sabía quién era el entonces presidente del Principado, pero necesitaba un rasgo definitivo, algo que poner junto a la negrita que diera el tono del perfil, durante aquella campaña en la que seguía diariamente los pasos de José Luis Rodríguez Zapatero. Yo respondí entonces que Areces combinaba la retórica de Charles Laughton con la serenidad de Manuel Azaña. Era cierto y, con el paso del tiempo, se iría haciendo cada vez más cierto. Porque pese a su gran espíritu crítico, Tini Areces era capaz de poner por delante su humanidad, tratando de buscar y alcanzar "lo profundo" que hay en cada vida, según decía. Y esto lo unía al Manuel Azaña visionario y al senador Graco en la espléndida Espartaco. En sus palabras, parecía que la pasión continuada por la política le recompensaba ofreciéndole retazos de lo que era la condición humana. Había en su semblante siempre algo de serenidad latente que no restaba un ápice a su voluntad de hacer política y de transformar la realidad y, entre unos rasgos y otros, yo iba dibujando en las páginas de este periódico los de un hombre definido por su astucia, su inteligencia y bonhomía, un ejemplo puramente aristotélico del significado de la prudencia.

Durante sus segundos comicios como candidato al Senado, quiso que fuera su jefe de prensa. En aquella solitaria campaña electoral, nos recorrimos cada pueblo asturiano en mi Fiat 500, desde Llanes a Luarca, de Cudillero a Somiedo. A pesar de la edad, el profesor de Matemáticas demostraba ser un profesor de energía infatigable capaz de recorrer en un solo día los cuatro puntos cardinales de la geografía asturiana, sin mostrar un solo síntoma de cansancio. "Había que vender el producto", me decía. Y lo vendimos muy bien. Un par de semanas después, los electores le entregaron su merecido escaño al Senado, algo que volvería a repetirse al año siguiente, sin que nadie en el partido hubiera dado un duro por él. Después de todo, formaba parte de la estirpe de los heterodoxos y eso era inapelable. Lo extraño es que orgánicamente lo hubieran marginado.

En aquellos viajes de campaña, fui conociendo a Tini en profundidad. Descubrí que aquello que de verdad le impulsaba a seguir en la política era lo que él definió como "la pasión por el combate". Aquella pasión era profundamente intelectual y al mismo tiempo pragmática, sostenida por una lealtad inquebrantable a sus compañeros, incluso a aquellos que no le supieron guardar la misma lealtad. Era la combinación de aquellas tres pasiones la que hacían que cualquier proyecto que tuviera en la cabeza fuera realmente posible y sumara más fuerzas a su paso. A su manera, Tini fue un zahorí de la esperanza. La gente volvía a creer en la política cuando le escuchaba.

Cada día, antes de marcar el rumbo, todo se serenaba. Era como si mirara hacia el futuro, un futuro políticamente crepuscular, angulando la verdad de Asturias, de España, del socialismo y de cada uno de nosotros. Cada parada en cada pueblo, la cercanía con los ciudadanos y el relato de lo que había logrado construir durante sus 12 años de mandato como Presidente, lejos de agotarlo, le daban más fuerza. Su didactismo convertía cualquier declaración política en una lección de lo que era España, el progreso y la democracia, sin importar el auditorio. Lo que importaba era la idea, el dato, el resultado. Y el venía con los galones de una ciudad entera y un modelo exportable.

Grande, campechano, hiperactivo, fue un acicate para la derecha. Ayer Cascos lo definió como un dificilísimo adversario y reconocía sus logros. Quien aparentaba ser un reformista, escrupuloso con los procedimientos y la ley, en realidad era un revolucionario que cambió la cara de Gijón y de Asturias desde el 87 en adelante. A los pocos días de la muerte de Juan Cueto me vino a la mente cómo encajaban estas dos figuras en la historia de Asturias. Porque Juan Cueto pensó Gijón, y por extensión Asturias, desvelando su potencial, al tiempo que Areces lo ponía todo en marcha, para convertirlo en acto. Entre ambos hicieron la revolución francesa y la mayor transformación política y social que han vivido los asturianos. Piensan y llevan a la práctica la modernidad, enchufándonos con Europa, haciéndonos digitales y europeos.

Como digo, Cueto y Areces llevaron a cabo la revolución de las clases medias asturianas. En la gran comprensión que Tini tenía del pueblo gijonés se decidió un día a romper el tópico y afirmar en nuestros encuentros que Gijón no era una ciudad de izquierdas ni de derechas, tan sólo una ciudad que miraba hacia el futuro, lo suficientemente honesta como para inclinarse a entregar su voto a quien ofreciera un mejor proyecto para las futuras generaciones. Y no le faltó razón. Se nutrió de las clases medias que integraban la Administración, la prensa, la política, la ciencia, la Universidad y todo el obreraje industrial. Y todo aquello cristalizaba en un hombre humilde y soberbio, extrovertido, discreto y ambicioso, sentimental, sensible y matemático.

El pasado miércoles compartí con Tini nuestro último encuentro. Junto a Manolo Vallejo, José Berdasco y el concejal socialista José Ramón García, celebramos en el Café Central su intervención en la comisión de investigación, presidida por Emilio León, convertida en causa general contra el sindicalismo en Asturias. Tini había dado la vuelta a la comisión, convirtiéndola en una lección de lo que es el Estado de Derecho, de la división de poderes, de cómo se había construido a lo largo de los años la concertación social con los principales sindicatos y, como era habitual en él, de su acción política en materia de empleo y formación para el empleo durante los años de la crisis económica que sufrimos tras la caída de Lehman Brothers. Aquella comparecencia ofrecía un buen ejemplo que contrastaba la solvencia de un hombre con la imprudencia de quienes se habían vestido con el hábito de la vieja inquisición, hoy vestida de nueva izquierda y cómplice de la derecha más ramplona.

En España las revoluciones son municipales. Son más pequeñas, más modestas, pero son las más veraces. En Madrid tuvimos a Tierno y ahora a Carmena. En Gijón tuvimos a Paz, que hizo la revolución doméstica, y a Tini. La modernidad en Asturias comienza con Areces desde Gijón y tengo la impresión de que todo lo que viene después es electricidad y barbarie. No obstante, nos deja un legado vivo, tan sólido que parece galvanizado a cualquier interferencia de la derecha, quizá porque está hecho con el metal de quienes viven la política como una pasión, la pasión de los fuertes. Siempre en mi memoria. Descansa en paz.