"Blackbird" es un drama inquietante. La niña que fue Una (Irene Escolar) pide cuentas al depravado que fue Ray (José Luis Torrijo)? y el espectador contempla cómo, poco a poco, las cuentas se dejan para mañana, la noche sigue y el bien y el mal se mezclan como en un diagrama de Venn.

El mundo no es tan sencillo: las grietas son terremotos. "Blackbird" es el amor ilegal revivido: el cuarentón que se escapa con la muy menor, una noche de más frente al mar. Y el espectador, helado, ve cómo aquella historia va cobrando forma en la sala de descanso de una nave industrial en la que trabaja Ray, quince años después de todo aquello. Y eso, insisto, provoca inquietud. La misma que tiene uno a medida que va tomando forma esto que está escribiendo.

El Centro Niemeyer acogió antes de anoche una función de esas que se quedan grabadas en la memoria: por la fábula que se presenta, por la peripecia de los personajes (aguda, terrible?), por dos actores en estado de gracia, por una directora perfecta (Carlota Ferrer), por una escenografía a mitad de camino del sueño y la realidad (de Mónica Boromello)? Todas las herramientas necesarias para que el espectador salga del teatro con un peso nuevo sobre los hombros. El amor es algo más que eso que nos han contado.

David Harrower, el escocés que escribió el drama que se presentó en el Festival de Edimburgo de 2005, escribió "Blackbird" tomando como inspiración la historia de Toby Studebaker, que secuestró a una niña de 11 años, que se la llevó al extranjero y con la que convivió varias noches en una habitación de hotel. Luego vino la cárcel, el apartamiento de la sociedad? ¿Qué podría suceder si aquella historia, sin embargo, hubiera sido consentida? Esa es la pregunta que formula Harrower en un texto que es una espada de doble filo: de esas que cuando matan, lo hacen dos veces.

Irene Escolar y José Luis Torrijo sobre el telón de boca, cuando la noche de amor se convierte en una coreografía que es una ensoñación, notas de una canción de Robbie Williams cantadas al oído, reconfortan al espectador: lo que ocultan no existe, lo importante está por venir. Y, de repente, la iluminación (David Picazo) los devuelve a la realidad, a la sala de descanso. Y, con ellos, a los espectadores inquietos. La historia de amor ilegal es una historia de amor. Pero no debe serlo. O sí. Escolar, Torrijo y Ferrer transmiten el desconsuelo contra el que los personajes luchan sobre la escena. Y el desconsuelo se lo queda el espectador. Y aquí sigue.