Conocí a Manu y a su madre Jéssica el pasado mes de mayo. Uno de los regalos que ofrece la profesión del periodista es la oportunidad de encontrarse con gente excepcional. La vida -vieja frase del oficio de informar- está llena de héroes, de grandes historias cotidianas sin el brillo de los focos y el espectáculo. Se trata de saber escuchar, de mirar más allá de la bruma contaminante de estos tiempos superficiales de los que somos protagonistas.
Manu Barrera es en sí mismo un ejemplo (mantengamos el presente porque, aunque suene a paradoja, nada hay más presente que el recuerdo vivo). La lucha de un ser solo aparentemente indefenso contra una enfermedad machacona y corrosiva. Y vaya victoria la suya.
Manu, él solito, convirtió en gigante a su familia, fue -es- el mejor argumento para que otros no vuelvan la cara ante los puñetazos del destino, y convirtió su entorno escolar, vecinal y de amistad en un río de solidaridad. En el HUCA lo reconocen como al coloso de apenas un metro de estatura que desafió las leyes de la lógica médica.
Atado durante tanto tiempo a los goteros y las agujas, ahora le toca volar. "Yo soy un súperfriki de 'Star Treck'", me comentó a modo de saludo en aquel encuentro de primavera en Soto del Barco. En su mochila, inseparable, Manu guardaba sus álbumes de cromos que desplegó sobre la mesa: mucho fútbol, mucha "Guerra de las Galaxias"? Y frente a su colección ingente de imágenes multicolores, la leucemia se encogía.
Su historia es grande, como los amores y la esperanza. La historia de un guerrero, más allá de su traje interestelar con el que se vestía en las grandes ocasiones. Es inevitable apelar a la metáfora del viaje liberador, pero sobre todo es conveniente extraer conclusiones que tienen que ver con el afán infinito de supervivencia, con la valentía inmensa ante el dolor, con la fuerza abrumadora del cariño. Eso que nos reconforta con la especie humana.
