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Historiador

El fuego desnudo (o el desahucio industrial)

A la clase trabajadora que lucha

Mi abuelo era pobre. Pobre y campesino. Como mi abuela. Por eso se enamoraron. Eran iguales, dos medias naranjas pobres y campesinas. Vivían en una aldea. A mi abuelo se lo llevó el mundo en dos ocasiones. En la primera era joven y había una guerra en marcha. La guerra llegó a la aldea. Llamaron a su puerta: "Ven con nosotros a luchar". Volvió tres años después. Sin un brazo. La guerra había terminado. O eso le dijeron.

La segunda vez ya no era tan joven. Le faltaba un brazo. Pero se había casado y tenía hijos. Y una mujer, mi abuela. Mi abuela tenía tres brazos. Los dos suyos y el que le faltaba a mi abuelo. Trabajaba el triple. Y cuidaba de sus hijos.

En esos días regresaron varios vecinos con noticias de fuera. Llamaron a su puerta."¿Hay otra guerra?", preguntó inquieto mi abuelo. Vio los destellos de luz en el último horizonte y creyó que bombardeaban el cielo. "No", respondieron los vecinos, que habían cambiado su forma de hablar y de vestir. "Ven con nosotros. A las luces. A la industria. Trabajo. Un futuro. Un futuro para nuestros hijos". Mi abuelo insistió. "Y para nosotros, ¿hay futuro?" Se miraron unos a otros. Bajaron la cabeza. Respondieron."Confórmate con el presente".

Primero se marchó mi tío. El hijo mayor. Muy joven. Tenía la edad justa para ser el hijo mayor. Y para marcharse. Exiliado. Comenzó a trabajar en una carpintería. Muy cerca de la fábrica. La carpintería proporcionaba tablones y muebles para las viviendas de los obreros. Muchos de ellos habían sido campesinos. Se levantaban al amanecer, con el sol, aunque trabajaban de noche, a turnos. Después se marchó mi madre. Aprendió a coser. Confeccionaba vestidos para las mujeres de los obreros. Habían sido campesinas. Habían pespuntado los campos con su arado. Se quedó mi tía. Una niña. Y mis abuelos. Dos adultos con tres brazos y dos corazones y dos mentes puestas en el horizonte luminoso. Vendieron las vacas, el caballo, cerraron la puerta de casa, la puerta de las cuadras, la puerta del hórreo. No miraron atrás.

Mis abuelos, mis tíos y mi madre se establecieron juntos, en una nueva casa, entre factorías y tiendas que ofrecían productos del campo en conserva. Mi madre aprendió a peinar, a tejer cabellos. Trabajaban muchas horas. Por el futuro. Mi abuelo, de conserje. Mi abuela administraba el dinero. Rodeada de chimeneas y de hornos. Se veían con los primeros vecinos que se habían ido del pueblo. En un bar que había puesto uno de los vecinos, el bar El Campesino. En Piedrasblancas. Calles de tierra, aceras sin edificios, plazuelas de hierba, estrellas como farolas y dos carreteras que señalaban como una veleta a los cuatro puntos cardinales. Fue en el tiempo de mis abuelos, de mis padres. Un tiempo de futuro.

El bar El Campesino cerró hace años. El local sirvió de tienda de ropa, de perfumería... hace algunos años. Más tarde cerró del todo. El local está vacío. Un escaparate, una valla, un solar en construcción, con una columnata de vigas de acero y estribos amarillos. Un cartel de la policía avisa que la zona está en obras, que debe cruzarse la calle y caminar por la otra acera.

Ayer llamaron a mi puerta. Dos suaves toques. Dos puños. Y una voz. "Ven con nosotros. Haremos un gran museo. Hornos virtuales. Chimeneas virtuales. Un museo viviente, con antiguos trabajadores. Con fotos de viejos en blanco y negro, viejos campesinos que fueron obreros. Y un anciano sin un brazo". Traían un bonito proyecto encuadernado. No contesté.

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