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El paso del trapero

El arte de los vencedores

Sobre una denuncia de la delirante mercantilización de la creación en un contexto de totalitarismos

Este ensayo panfletario, poético e insurrecto, "Lo que no tiene precio", editado por Cabaret Voltaire, de Annie Le Brun, crítica, comisaria, libertaria, feminista combatiente del puritanismo actual, experta en Sade y Rimbaud -aquel poeta que "Una noche, senté la Belleza en mis rodillas. Y la encontré amarga. Y la injurié"- denuncia, mediante una prosa que arrastra cuanto encuentra en su camino, la delirante mercantilización del arte, el afeamiento del mundo en el que participaron los dos totalitarismos del siglo XX, la desensibilización, la lucha contra la atención, el silencio, la ensoñación, el aburrimiento, todo de lo que no se puede extraer un valor económico.

Y en esta desintegración, en esta depredación, participan artistas como Damien Hirst, Jeff Koons y Anish Kapoor, coleccionistas como Saatchi publicista que ayudo a Margaret Tatcher a subir al poder, Fundaciones como Vuitton relacionada con el nazismo o la Fundación Cartier beneficiada por el apartheid -en un reciente artículo en el blog "Y tú que lo veas" Elena Vozmediano desentraña los entresijos económicos, fiscales, urbanísticos, políticos y artísticos de la Fundación Masaveu tan vinculada a nuestra Comunidad-, todo un marasmo de empresas de lujo que se mueven con la arrogancia de los vencedores, prácticamente por encima de ley, y como nos enseñó Walter Benjamin "todos los que hoy han obtenido la victoria, participan en ese cortejo triunfal, donde lo amos caminan sobre los cuerpos de los que yacen en tierra. El botín, que se llevan según la costumbre ancestral, en el cortejo, es lo que se denomina los bienes culturales".

En "este vulgar saqueo-plagio de la historia del arte", que viaja de feria en feria, de bienal en bienal, de colección en colección, este "realismo globalista" se impone en el espacio como piezas de un régimen totalitario, con los nuevos vencedores "reinando bajo el signo de la negación plagiaria". En estas páginas que revuelve en el exceso de residuos, en la manía de estatizar cualquier cosa, no se salvan ni la muestra "Insurrecciones" comisariada por Didi-Huberman, exposición que desemboca "en la más indignante confusión política y sensible" situando en el mismo plano a los estalinistas de la guerra de España y a lo anarquistas a quienes aquellos liquidaron; la jauría intelectual servil o una prensa que, en materia de arte, se abstiene de toda crítica.

La autora convoca a William Morris que considera que "la fealdad no es neutra; actúa sobre el hombre y deteriora su sensibilidad", a los indignados imaginados por Alfred Jarry que practican sus "ejercicios individuales de desobediencia", a Fourier y su método de "alejamiento absoluto", a André Breton y "el ojo que existe en estado salvaje", a Aby Warburg que se adentra por nuevos pasadizos de la historia del arte poniendo en riesgo su propio equilibrio emocional, a Wolfgang Ullrich que habla de "un arte de los vencedores para los vencedores".

No se tiene que estar de acuerdo con todas las opiniones de Annie Le Brun, pero no cabe duda de que se trata de un libro que tiene en su interior un sueño no realizado pero no irrenunciable, y ha "llegado la hora de que cada uno de nosotros encontremos los medios de instaurar el sabotaje sistemático de ese orden, individual o colectivo". Para hallar la belleza debemos encontrarnos siempre lo más lejos posible de los vencedores, entre los desertores, desterrando "el miedo en el pensamiento", transmitiendo la energía emotiva, transitando los caminos apartados, rebelándonos como perdedores a quienes se les impone la fealdad de un mundo en el que el arte ya solo subsiste en las subastas.

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