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Vita brevis

Dioses, máquinas y humanos

Sobre el amor por los animales

Hace pocos días salió una noticia que indicaba que en nuestra civilizada sociedad había más perros que niños. Para todo aquel que ande algo por la calle no es ningún descubrimiento, pues le basta con contar los chicos que pasan y comparar su número con el ingente de chuchos que transitan por el mismo lugar.

Se dice que el perro es el mejor amigo del hombre, pero pocos recuerdan que los canes no son más que lobos civilizados. Por los que se ven por ahí, muchos de ellos son lobos disminuidos y deformes, que no es de extrañar que las gentes hayan olvidado ese origen, porque más bien parecen ratas engordadas y peludas.

Ciertamente, los perros son lobos domesticados por los humanos, por allá cuando el ser humano se hizo sedentario y se dedicó al cultivo de las yerbas, en lugar de recolectarlas, y al dominio de algunos animales, en lugar de cazarlos. Fue cuando los salvajes uros se convirtieron en mansos toros y vacas, cuando los muflones se trasformaron en ovejas y cuando los jabalíes perdieron sus sobresalientes colmillos y se resumieron en el exquisito cerdo, del que todo se aprovecha, porque tiene guapo hasta los andares.

Antes de la domesticación de ciertos bichos, cuando los humanos eran depredadores, los animales eran seres divinos. Es que animales viene de ánima, que es el alma y que originariamente se refería a la respiración. Entonces se concebían como seres que respiraban y que se movían autónomamente, al igual que los humanos, por lo que era difícil cazarlos para comer. Para conseguir darles caza se pensaba que había que hacer ciertos rituales y, una vez cobrada la pieza cuando se conseguía, su comida era un banquete sagrado, porque se adquirían los poderes del dios muerto. Aún en el cristianismo se come a Dios muerto en la comunión para alcanzar su gracia.

Son numerosos las representaciones que nos han quedado de esos dioses zoomorfos, desde los bisontes de las cuevas de Altamira, hasta las filas de carneros de los templos egipcios. Cuando la humanidad se hizo agrícola y ganadera, se dejó de venerar a los animales, pasando los dioses a tener figura humana. Pero siempre quedaron vestigios del animal divino, como los estandartes romanos con el águila o, hasta más cercanamente, las vacas sagradas que transitan sin que nadie las moleste por los campos, los pueblos y las ciudades de la India. Recuerdo que en algunos templos hinduistas se coloca a la puerta un elefante vivo, que los fieles reverencian a su paso por delante y que, si le das al pastor que lo cuida unas piastras, el bicharraco te bendice colocando su trompa sobre tu cabeza, como tuve yo la gracia de ser bendecido, una vez soltada la guita de rigor.

Los animales domesticados perdieron con el tiempo su halo divino, convirtiéndose en ganado, en tanto que los que aún permanecían salvajes fueron considerados alimañas, destinadas a su exterminio. Los humanistas decretaron entonces que los animales no eran más que máquinas semovientes y autómatas, de la misma forma que los romanos llegaron a considerar que los esclavos eran animales parlantes.

Últimamente ha surgido un desaforado amor por los animales, que algunos se niegan a comerlos e, incluso, consideran que son sujetos de derechos. Han decidido comer solo yerbajos y hablan con los bichos como si estos entendieran el lenguaje humano, en tanto que ellos no suelen entender el sistema de comunicación de los perros, porque ignoran lo que significa ladrar, por ejemplo.

No sé si el próximo paso será intentar prohibir que se corten las hierbas, porque estas también son seres vivos, de modo que la siguiente generación de defensores de la vida se dedicará en exclusiva a roer peñascos y piedras y a comer minerales.

Antes de llegar a ese extremo, seguramente debemos pasar por el tránsito de humanizar totalmente a los animales, reconociéndoles en los diversos códigos los derechos pertinentes, incluido el de votar y presentarse a las elecciones. Puede ser que veamos en el Congreso que un diputado tome la palabra y diga: ¡Guau, guau, guau!

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