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Las hazañas de Pedro Menéndez

La escolta al príncipe de Éboli

La salvación de dos armadas en una misión española en Inglaterra

Ruy Gómez de Silva era portugués. Hijo de Francisco de Silva y María de Noronha o Noreña, señores de Ulme y de Chamusca, freguesía y concelho del distrito de Santarem en el Ribatejo. Había nacido en esa localidad el año 1516, pero viaja a España con su abuelo Ruy Téllez de Meneses, que era mayordomo mayor de Isabel de Bragança, cuando tenía 10 años. La joven portuguesa venía a nuestro país para casarse con el Emperador Carlos. Al año siguiente, nace el que sería Rey con el nombre de Felipe II. El niño Ruy, es nombrado paje del pequeño príncipe, convirtiéndose en su fiel compañero de juegos durante toda su infancia. Era como el hermano mayor que siempre le acompañaba y protegía. Por esta razón gozaría ya, para toda la vida, de la confianza y del cariño del Monarca, sobre el que ejercería en todo momento una gran influencia. Fue uno de los cinco gentilhombres o consejeros de su Cámara, es decir, el Gobierno efectivo, el lugar en donde se tomaban las decisiones más importantes del Reino. Viajaba habitualmente acompañando al Rey en todos sus desplazamientos y con él estuvo cuando, en julio de 1554, el monarca va Inglaterra para celebrar sus desposorios con María Tudor, la reina inglesa con la que el portugués también tenía una especial relación. Después de la boda, permanece en Londres y no regresa a Castilla definitivamente hasta 1559. Sin embargo, fueron frecuentes sus desplazamientos a la Península, para llevar a cabo misiones que le encargaba su amigo el Rey.

Va a ser precisamente en una de estas misiones, en el año 1558, cuando nuestro Pedro Menéndez realice un episodio que contribuirá a agrandar su leyenda. Menéndez recibe la orden del Monarca de colaborar con una armada inglesa en la custodia de una flota española, procedente de Laredo, a bordo de la cual viajaban importantes personajes acompañando, nada más y nada menos, que al mismísimo Príncipe de Éboli. El destino de la comitiva era el puerto inglés de Dover, en donde harían escala, para después pasar a Calais con socorros para Flandes. El mismo encargo hizo la Corona a don Luis de Carvajal, Capitán General de la Escuadra de Guarda del Norte (encargada de la escolta y protección de los navíos españoles que navegaban desde el Golfo de Vizcaya hasta Flandes).

Menéndez había partido de Laredo con ocho barcos y se dirige al punto fijado para el encuentro, el denominado paso de Ugente y Sorlinga, cerca de las costas bretonas, por donde necesariamente había de venir la escuadra del Príncipe de Éboli. Allí entró en contacto con la flota española de Guarda del Norte y con la Armada inglesa. Pero sucedió que, una vez que todos estaban en el punto fijado para esperar al de Éboli, sobreviene una gran tormenta, y como estaba al caer la noche, el almirante inglés y el Capitán General de la flota De Guarda español, deciden buscar refugio para sus barcos en puertos ingleses. Antes de partir le ofrecen a Menéndez hacer lo mismo, pero el avilesino responde:

"...no me conviene hacer eso, mis señores, porque con este mismo tiempo que tenemos aquí, ha de venir navegando la armada de España con el Príncipe y, acudiendo sobre ella los enemigos, no podría cumplir lo que mi Rey me ha encargado. Por tanto mis barcos y yo permaneceremos en nuestro puesto de espera?"

Así que las dos grandes armadas a las que el Rey había encomendado la escolta de los barcos en los que se desplazaba su amigo, salen pitando para ponerse a resguardo de la tempestad en los puertos ingleses. Pero nuestro Pedro Menéndez de Avilés, que había sido enviado con sus ocho navíos, dos galeones de 500 toneles y seis navíos ligeros, para proteger al Príncipe amigo del Monarca, será el que se quede en su puesto, contra viento y marea, cumpliendo fielmente la consigna recibida del Monarca de esperar escoltar y defender de los franceses, llegado el caso, a la flota española proveniente de Laredo.

Pedro Menéndez y sus buques luchan durante toda la noche contra las grandes olas y los fuertes vientos que azotaban el lugar hasta que, por fin, sobre las ocho de la mañana reconoce una vela en la línea del horizonte. El temporal había amainado y el avilesino decide enviar al capitán Diego de Isla, con uno de los navíos más ligeros, para que la fuese a reconocer. Al poco tiempo aparecen por el Oeste a lo lejos gran cantidad de velas, creyendo Menéndez que por su número habrían de ser barcos franceses que regresaban de Terranova, ordena a sus naves formación de combate. Pero rápidamente ve regresar a Diego de Isla con el patache que había ido a identificar, que se adelanta y se coloca frente a la nave capitana del avilesino, encaramado en lo alto del bauprés y que, enseguida, reconoció que el patache era uno de los barcos que había dejado en Laredo a cargo de su hermano Álvaro. En el castillo de popa reconoció al somedano Diego Flórez Valdés, que lo saluda con su mano e integra su buque en la armada del avilesino. Después pasó en una chalupa a la nave capitana y, tras abrazar a Menéndez, le informa que la flota que se aproxima es española, mandada por el Capitán General don Diego de Mendoza y que, su hermano Álvaro Sánchez venía como Almirante. También le comunica que en ella viajaba el Príncipe de Éboli.

Menéndez navega al encuentro de los buques españoles y accede a la cubierta del de su hermano, que le comunica que lleva a bordo 400 soldados. También saluda a don Diego de Acevedo, el coronel que comandaba los 6.000 infantes que en total transportaba la flota, para desembarcarlos en Flandes. Después pasa de nuevo a su barco para dirigirse a la nave capitana, en donde viajaba el Príncipe de Éboli y, haciéndose cargo de la maniobra conduce a toda la flota hacia la costa inglesa. A bordo de varias zabras ligeras se dirige al puerto de Dartmouth, en Cornualles, en donde desembarca al Príncipe de Éboli y varias personas de su séquito, que tienen la intención de viajar por tierra a Londres y saludar a la reina María, para después dirigirse a Flandes desde Dover.

Menéndez llega a Dartmouth ya entrada la noche y al serle la marea y los vientos adversos, no puede regresar para hacerse cargo de la armada, cuyos barcos estaban a la capa a una legua del puerto. El lugar en donde estaba la flota era peligroso en caso de tormenta, y cuando Menéndez por la mañana sale con las zabras del puerto, el temporal estaba ya desatado. El avilesino va directo a la nave capitana y plantea a Diego de Mendoza dos opciones: o meterse rápidamente a puerto, antes de que la situación empeore, o alejarse de la costa, pues en el lugar en el que estaban corrían el riesgo de que los barcos se fuesen a pique, arrastrados hacia los acantilados. Aunque en un primer momento los pilotos de Diego de Mendoza eran reticentes a dirigirse a puerto por lo dificultosa de la maniobra, al ver que la situación empeoraba porque no conseguían alejarse de los acantilados, comunican a Menéndez que aceptan entrar en Dartmouth. Menéndez les cede el paso, quedando él con sus barcos detrás de ellos, a la espera.

Cuando se acercan a la bocana del puerto, observan que la cadena que cierra el canal está echada y no pueden entrar. Era imposible maniobrar y la noche se estaba echando encima. La situación era de emergencia total, con peligro inminente de perder barcos, hombres y mercancías. Diego de Mendoza se dirige al alcaide de la fortaleza que guardaba la entrada, para que abra la cadena, pero el oficial inglés se niega, argumentando que la hora de cierre había llegado y no tenía orden de autorizar a que barco alguno entrase en el mismo por la noche.

Cuando le comunican la situación a Menéndez, reacciona con rapidez. Toma 50 arcabuceros y embarca con ellos en dos pequeñas zabras para saltar a tierra al lado del fuerte. Ordena que se desplieguen y apunten a la torre por si desde ella alguien osaba tratar de detenerlos y, con una viga gruesa que transportaban, golpea repetidamente la puerta del castillo hasta echarla abajo. Pero dentro halló otra puerta muy gruesa que protegía el acceso a la cadena. Ante lo desesperado de la situación, ordena que los barcos de mayor porte larguen todas las velas y dirijan su proa contra la cadena que protegía la entrada para forzarla. Mientras tanto, ataca con la viga la puerta y, tras varias acometidas, por fin consigue echarla abajo. Entonces, con un machete que llevaba al cinto, corta la cuerda que sujetaba el cable de la cadena, justo a tiempo para que los barcos que enfilaban la entrada del puerto pudiesen pasar sin sufrir ningún daño. Gracias a la pericia y a la decisión de Pedro Menéndez, lograron entrar los navíos todos al puerto, a excepción de ocho que estaban más retrasados y zozobraron, pereciendo los 400 hombres de su dotación. Pero las dos armadas se habían salvado, gracias al avilesino.

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