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Las hazañas de Pedro Menéndez

El regreso de Felipe II

El relevante papel del marino avilesino como asesor naval del rey de España

Cuando el 12 de abril de 1555 la Reina Juana muere en Tordesillas, el Emperador Carlos toma una decisión que ya venía pensando desde hacía tiempo. Ya no se siente con fuerzas para seguir llevando sobre sus hombros la responsabilidad del Imperio. Las enfermedades le impiden el normal desempeño de sus actividades, y no puede seguir con eficacia el ritmo de los acontecimientos. Si todavía albergaba alguna duda, la muerte de su madre le convence definitivamente para apartarse y que otros tomen el relevo y adquieran la responsabilidad de gobernar su extenso Imperio. Se traslada a Bruselas y allí abdicará, dejando el gobierno del Imperio alemán en manos de su hermano Fernando, y en su hijo Felipe la responsabilidad de llevar los destinos de España y las Indias.

Las abdicaciones en Bruselas, por parte de Carlos I de España y V de Alemania, tuvieron lugar entre el 25 de octubre de 1555 y finales de enero de 1556. Se denominan así, "abdicaciones" en plural, porque el Emperador tuvo que realizar un acto de abdicación diferenciado para cada territorio. Después de cumplidos todos los requisitos para el traspaso de poderes, Carlos V regresa a España. El 17 de septiembre de 1556 zarpa del puerto de Flesinga, en Flandes y el 28 de septiembre desembarca en Laredo, desde donde se dirigirá a su retiro en el monasterio de Yuste.

El año de 1558 fue un año duro para Felipe II. Muere su padre, el Emperador, también su esposa María Tudor, y su tía paterna María de Hungría. Su vida daba un giro decisivo. El Rey permanecía en Bruselas, a donde había acudido desde Inglaterra, para estar presente en las abdicaciones de su padre. Las negociaciones con Francia dan fruto y el 2 de abril del año siguiente se firma el Tratado de Paz llamado de Cateau-Cambrésis, por el que los dos países se intercambian diversos territorios. Como garantía de cumplimiento se acuerda la boda del Rey Felipe II con Isabel de Valois, hija de Enrique II de Francia. También se acuerda que los dos países perseguirán la herejía protestante, con ánimo de extirparla de sus territorios.

Va a ser tras la firma del acuerdo cuando Felipe II decida volver a España y será Pedro Menéndez, una vez más, quien reciba la orden del monarca de organizar el viaje así como la responsabilidad de escoltarlo con su armada. La travesía se iniciaría desde el puerto de Ramua, (actual Arnemuiden), en Flandes. A finales de abril de 1559, Pedro Menéndez se encontraba en Flandes, a donde se había desplazado con varios despachos de la Princesa Juana para su hermano el Rey. En los documentos, la princesa gobernadora, en ausencia de su hermano, le decía entre otras cosas que procurase regresase con prontitud. Felipe II recibe a Pedro Menéndez, que le hace entrega de los despachos. El Rey, entonces, le ordena que, rápidamente, cree una Armada en la que piensa regresar a España. Para ello, le entrega las órdenes para que realice el acopio de buques y tripulación adecuados en los puertos españoles del Norte y el nombramiento de Capitán General de la misma.

Menéndez regresará a España por tierra, atravesando a caballo toda Francia. Viajará acompañado de su hijo Juan y del capitán Sebastián de Estrada, hombre de su máxima confianza y pariente suyo. Hizo el camino disfrazado y a pesar de las paradas en las diferentes postas del camino, no fue reconocido por los agentes franceses que vigilaban continuamente las vías de comunicación en busca de espías extranjeros. En tan solo siete días llegó a Fuenterrabía, presentó los despachos a las autoridades y recorrió toda la costa cantábrica haciendo acopio de naves y hombres para formar la escuadra. Tal diligencia se dio Menéndez que el 10 de julio de 1559 ya estaba con 50 navíos en Flandes, preparado para cumplir la misión de retorno a España con Felipe II. El Rey estaba en aquellos momentos cerca de Gante, y se mostró muy satisfecho con las noticias mostrando a sus cortesanos la sorpresa y grande admiración que sentía por Pedro Menéndez, al ver la rapidez con la que había ejecutado sus órdenes. El asturiano nunca le fallaba.

El Monarca hace llamar al avilesino para que se presentase ante él en Gante y, una vez allí, le comunica que desea iniciar el regreso el 15 de agosto. Menéndez sugiere al Rey que el viaje de retorno lo haga en su nave capitana, una galeaza recién estrenada que había sido construida en Bilbao. Era la más rápida y más robusta y, por tanto, la más adecuada para la seguridad del Monarca. El Rey acepta y le indica a Menéndez las dependencias que debía de adaptar para ser alojado en el buque. También le comunica que se incorporará a su Armada una flota de urcas flamencas que, bajo su mando, colaborarán en la escolta de la comitiva.

A la vista de los encargos, Pedro Menéndez propone que la expedición zarpe de Ramua el día 27 de agosto por la mañana. El Rey embarca el día anterior, en la tarde noche pero, a primera hora de la mañana, en el momento de zarpar, se observan fuertes vientos contrarios que entorpecen la salida del puerto. Los oficiales y pilotos, en reunión con el Rey y con Menéndez, exponen la necesidad de posponer la partida unos días. Pero Pedro Menéndez se muestra contrario a esta medida y afirma, de forma contundente, que sobre las 10 de la mañana el viento cambiará y habrá una buena marea que deben aprovechar. Los pilotos y oficiales flamencos susurran dando muestras de desaprobación, pero Menéndez ordena con firmeza que a media mañana todos deben estar en sus puestos preparados para zarpar. El Monarca presencia la escena en silencio y deja hacer al avilesino. Y efectivamente, pasadas las diez los vientos cambiaron y la escuadra desplegó velas.

Salidos que son del puerto, los señores y servidores que acompañaban al Rey en el viaje, así como los oficiales de las urcas flamencas, aconsejan a Su Majestad que la galeaza, seis zabras y otras naos ligeras, que eran capaces de navegar más rápido que el resto de la flota, se adelantasen aprovechando el viento favorable, y así hiciesen llegar a su Majestad mucho antes a España. El Monarca convoca a Pedro Menéndez y le expone el planteamiento. Pero Pedro se niega rotundamente, argumentando que, hasta no haber llegado al final del paso entre Ugente y Sorlinga, debían de navegar en medio de Francia y de Inglaterra y no era prudente que el Rey viajase con tan poca escolta pues, aunque en aquellos momentos había paz con ambos reinos, era zona peligrosa y siempre podrían plantearse imprevistos. Por tanto desechaba esa posibilidad. Una vez más, el Monarca acepta la decisión de Menéndez y la escuadra toda, incluyendo la flota de urcas flamencas, navegó junta hasta superar el paso citado.

Una vez que salieron del estrecho, Pedro Menéndez se reúne con el Rey para decirle que ahora sí es el momento adecuado para las naves más ligeras y rápidas se adelanten escoltando a la galeaza capitana para poner proa a los puertos españoles, porque los vientos amenazaban una fuerte tormenta y de esa manera esquivarían la misma y llegarían sin novedad a España. Los oficiales flamencos escuchan y el Rey le dice al de Avilés que haga lo más conveniente, pues la navegación estaba a su cargo.

Surge entonces la incógnita de cuál sería el puerto más adecuado de arribada. Unos se inclinaban por La Coruña, otros por Bilbao o San Sebastián. Pedro Menéndez se inclina por Santander o los puertos asturianos de Gijón o Avilés. Al Rey y sus consejeros les hizo gracia la propuesta, pero el avilesino la razonó diciendo que, como no sabían por dónde iban a soplar los vientos, lo mejor era dirigirse hacia la zona central para decidir, en su momento, si debían variar el rumbo hacia oriente u occidente. Y una vez más, así se hizo. A los tres días divisaron tierra y en ese momento empezó a arreciar un fuerte vendaval. Menéndez le dice al Monarca que debe acompañarlo y embarcarse en el batel de la galeaza, para dirigirse a remo rápidamente hacia el puerto más cercano, que era Laredo. Siguiendo las instrucciones de Menéndez, la comitiva embarca en el batel para desembarcar en Santoña el 8 de septiembre, día de Nuestra Señora de Covadonga, a las 9 de la mañana.

Una vez puesto el Monarca y su séquito a buen recaudo en tierra, acompañados de las autoridades del pueblo, Pedro Menéndez retorna raudo con los ocho remeros del batel, y se dirige a la galeaza capitana y, desde ella, dirige la maniobra para meter los barcos a puerto y ponerlos a salvo de la tempestad. Emplea toda la jornada en la faena. Al día siguiente temprano, el Rey le manda llamar. Menéndez le devuelve el recado comunicándole que iría en cuanto terminase el trabajo que estaba realizando. Pasada una hora, el Rey insiste con un mensajero para ordenarle que se reúna con él a la mayor brevedad. Pedro Menéndez retiene al emisario en la cubierta de su buque, mientras terminaba de descargar todo el equipaje real. Cuando hubo finalizado se presenta al Rey, indicándole que era menester descargar cuanto antes sus ajuares, ante el peligro de que la tempestad pudiese mandar a pique algún barco, aunque estos estuviesen en el puerto. El Rey le pregunta entonces que cuantos días tardaría en desembarcar esos ajuares, y Menéndez le sorprende diciéndole: "Majestad, los suyos están todos a buen recaudo en el puerto".

Felipe II no podía dar crédito a la eficiencia del avilesino y se regocija ante los cortesanos de tener un servidor tan diligente. Los consejeros reales comentaban al Monarca que veían excesiva tanta prisa. Que una vez en tierra, ya sería llegado el momento de desembarcar los arcones con sus enseres. Pero caída de la noche, la tempestad mostró toda su virulencia, azotando el puerto de tal forma, que aún dentro de él se hundieron varias embarcaciones, perdiéndose la mayor parte de los equipajes de los cortesanos. Una vez más, los hechos habían dado la razón al avilesino.

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