La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Vita brevis

Del anacronismo barroco al romanticismo regionalista

Los orígenes de las procesiones de Semana Santa y de la exaltación del terruño con la llegada de la Pascua

La Semana Santa ha concluido. Se han terminado los ayunos de potaje de cuaresma y de torrijas. Ya no hay más estaciones de penitencia, que son los desfiles procesionales. En nuestra antigua legislación había una expresión muy descriptiva para definir a las manifestaciones, que las describía como reuniones que circulan por la calle. De un modo parecido podríamos definir a las procesiones como autos sacramentales o representaciones teatrales de la Pasión de Cristo que discurren por las calles. Todo empezó cuando se enseñaban los misterios teológicos al pueblo analfabeto a través de las pinturas, las esculturas y el teatro religioso. Estamos en la época del barroco, aquí en España conocida como el Siglo de Oro y no sólo por sus escritores.

En aquellos tiempos hacía un frío que te cagas, que los modernos científicos han venido en llamar la Pequeña Edad de Hielo de la Tierra, cuando los ciudadanos londinenses podían patinar en el Támesis y los aguerridos holandeses por sus canales. Ahí están los cuadros de sus coetáneos que lo retrataron fielmente. No es de extrañar que con un clima tan adverso las gentes anduvieran preocupadas por sus culpas y pecados, por los castigos y por el fuego eterno. Por causa de esas preocupaciones nació la Reforma protestante y, seguidamente, la Contrarreforma católica, de donde nacen los ayunos de cuaresma, las penitencias y las procesiones. Por supuesto, también el arte barroco, para explicar al pueblo ágrafo los misterios insondables de la religión.

No hay nada más representativo de esa época que los desfiles procesionales, con los que transitan por las calles los penitentes encapuchados. Tomaron el atuendo de los condenados por la Inquisición, que eran paseados por las calles para escarnio de la chusma por su herejía. Pero, a diferencia de los ajusticiados por el Santo Oficio, los penitentes procesionales de los gremios iban con el rostro oculto, para no hacer alarde de su pública contrición.

Las imágenes que mostraban pedagógicamente al pueblo ignorante eran de un realismo asombroso, que los imagineros disputaban en cuál de ellos las tallaba con más realismo. Pero, por acercarse más al común, las portaban en tronos repujados de plata u oro, rodeadas de hachones y sobre lechos de flores, para mostrar su poder, superior al de los reyes de la tierra.

Por la misma razón, sacaban a las vírgenes, a los cristos y a los santos revestidos de encajes y de terciopelos bordados en oro, en una comparación anacrónica con las princesas del Siglo de Oro y con los cardenales tridentinos. Aún hoy siguen siendo éstas las señas de identidad de los desfiles procesionales de la Semana Santa española, con su anacronismo barroco.

Pero todo ello quedó atrás, que ya estamos en la Pascua de Resurrección. Quedan resquicios de esta celebración religiosa y barroca, pero generalmente esta festividad ha sido apropiada por la burguesía triunfante en el siglo XIX, con su romántica visión del mundo, justamente cuando la Pequeña Edad del Hielo tocaba a su fin. Con un clima ya más cálido, los burgueses urbanos añoran idealmente el terruño campesino, con el verdor de sus prados y el olor de la manzana. Surgen así los nacionalismos y los regionalismos de campanario y de anteiglesia. Con ellos y precisamente en este día de Pascua se comienza a festejar la resurrección de la aldea perdida, del terruño abandonado, del idioma o del dialecto olvidado o postergado. Surge de esta forma el romanticismo nacionalista o, cuando menos regionalista.

En eso estamos aún, que en el País Vasco celebran como día de su comunidad el de la Pascua de Resurrección, entre primitivos irrintxis y a toque de txalaparta, que es como un tantán vascongado. Aquí, en Avilés, un grupo de románticos inventó la fiesta de El Bollo, con sus reinas y reininas, sus carrozas engalanadas y su bollo mantecado, acompañado con una botella de vino blanco de la Nava, para tener una mejor acidez de estómago. Es la resurrección urbana de la casería derruida, de la ería llena de rastrojos, de la pumarada seca, a golpe de gaita y tambor. Feliz fiesta de El Bollo.

Compartir el artículo

stats