Era verano de 2016. No había pandemia, ni mascarillas, ni nada. Una piara de bestias secuestra a su víctima, la encierra en un portal oscuro y la rompen por dentro. Y graban el vídeo. Y fardan. Y despiertan, después, cuando todos han pasado por la trena, una corriente de indignación internacional, mérito atribuido, principalmente, a los jueces de la Manada, la piara aquella de animales en unas fiestas excedidas de San Fermín. Cuando todo parecía nada. Aquella realidad se convirtió en ficción unos años después. De la mano del dramaturgo Jordi Casanova, un teatrero metido a documentalista: la escena acoge teatro de circunstancias. Y también el dolor de aquella víctima a la que unos tipos que se jactaban de su gilipollez habían robado el tiempo, la vida y el porvenir. Aquella instrucción judicial verdadera se transformó en ficción tan real como la vida misma, como aquella noche misma.
Casanova cogió los pedregosos textos de la sentencia pamplonesa y la convirtió en teatro (lo llaman autoficción, teatro documental o teatro "verbatim", como quieran): la verdad se sube a las tablas y es presunción y es realidad. Y uno se sobrecoge.
Casanova se llevó antes de anoche el "Max" a la mejor adaptación o versión de 2019. Y el fruto de su trabajo -el montaje-, el de mejor espectáculo del año. "Jauría" se estrenó en enero de aquel año en el teatro Palacio Valdés, en una noche inédita: acompañada de "Port Arthur", también de Casanova, con David Serrano en la dirección: un asesino psicópata de Tasmania matando y matando. "Jauría" se llevó la admiración de los avilesinos que llenaron el odeón local (entonces, todavía se podía llenar). Miguel del Arco, de Teatro Kamikaze, lo volvió a petar. Y el reparto entero (sobremanera, María Hervás) acongojó al personal. Serrano dijo entonces que se enfrentaba a "una obra maestra". No se confundió: "Jauría" dio tanto miedo como la realidad.
