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El termómetro

Dulces cabalgatas

Mi crispación desproporcionada con los caramelos

Definitivamente, soy un "repunante". Con todas las letras. No lo puedo evitar. Practico la meditación, hago estiramientos y pranayamas, y con todo ello consigo un nivel de aceptación respecto a lo que me rodea bastante razonable durante casi todo el año. Pero llega el día de la cabalgata y todo se me viene abajo. Se me hinchan las pelotas sin remedio. Me enerva y no lo puedo evitar. Y me da rabia sentirme así porque, por otra parte, sé que no es para tanto, que es un asunto menor.

Es curioso, porque todo ese rollo del consumismo, de que los niños están "refalfiaos" y de que se nos va la mano no va conmigo. La Navidad siempre ha sido tiempo de excesos, y a nadie le hace daño una fartura o una lluvia de regalos en esta época. El problema está, creo yo, en que la Navidad no es una excepción. Estamos fartucos todo el año y los críos reciben regalos sin solución de continuidad. La Navidad es solo un grado más de un exceso perenne.

Hay algo, sin embargo, que ya no tiene que ver tanto con el consumismo como con la codicia gratuita. Ver una cabalgata y comprobar que los niños, en vez de estar con la boca abierta mirado las carrozas y con el oído atento escuchando los clarines y tambores, están todo el tiempo mirando al suelo, cogiendo caramelos o pidiéndoselos a la carroza que pasa me llena de una tristeza tremenda. Y me crispo de una forma, yo creo, desproporcionada. Pero no es eso en realidad. Lo que me calienta son las bolsas. Comprendo que todos somos humanos. Si te lanzan un caramelo es normal que te tires a por él. Pero lo de llevar la bolsa con la idea de agarrar cuantos más, mejor, me parece tremendo. No por nada. Porque es el día de la cabalgata. Un día lleno de magia, que debería ser puro asombro, pura admiración, y que convertimos en una especie de gymkhana barata. En tiempos de hambruna y necesidad, entiendo que caben esas escenas de recolección de chuches tipo la fiebre del oro. Hoy en día, cualquiera que tenga un euro puede comprar una bolsa de caramelos igual de grande. No se trata, como digo, de consumismo, ni de excesos ni nada parecido. Se trata de una forma de ver las cosas -en el caso de la cabalgata, de no verlas- muy desafortunada.

¿Los prohibiría? Por supuesto que no. Ese mal creciente, el de prohibirlo todo, merece un cabreo quizá mayor.

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