Cuando, hace de esto treinta años, en el I Congreso de Turismo Rural -y último- celebrado en Covadonga, la investigadora y experta Suzanne Thibaut nos dijo que el mundo rural estaba condenado a desaparecer, le entró a este cronista tal pánico y desasosiego que allí mismo se truncaban las aspiraciones de quien deseaba lo mejor para los hombres y mujeres del campo. Luego vendrían técnicos de la talla de Venancio Bote, Henri Grolleau? y otros a meter más miedo con el abandono de pueblos y aldeas, hasta que en los tiempos que corren todo se está consumando. Al final entendió el cronista que aquellas carreteras de principios de los años setenta por el "habitat minero" no eran para llevar confort y comodidades a los lugareños, sino para facilitarles la diáspora y el éxodo hacia las grandes urbes en busca de horizontes nuevos para sus hijos. Razón tenían los congresistas, en el mismo lugar donde se levantara Pelayo, porque por estos valles y otros se cuentan con los dedos los últimos druidas que los lunes y otros días se ponen al sol debajo del hórreo o de los corredores. En pasados días se reunieron en Oviedo expertos de la materia para atajar el mal. Se me antoja, una vez más, que es demasiado tarde y que pocas iniciativas se hicieron bien desde la alerta en Covadonga para dar a los ganaderos y labriegos lo mucho y bueno que se merecen. Las manos que nos dan el pan nuestro de cada día y los alimentos para nuestra supervivencia. En verdad que es el final de un adiós.