El atípico mes de mayo, lluvioso y frío, más otoñal que primaveral, y el último día que se cantaba la "Salve Regina" en la capilla de la Virgen de los Robles, o sea, el 31 de mayo, llegó la dolorosa noticia de la muerte de don Javier Aparicio Sánchez, capellán del colegio Los Robles durante trece años, que ahora residía en León. Durante dos días imploramos al Señor por su recuperación, pero no fue posible, y desde el dolor que supone la pérdida de un compañero y amigo sólo queda pronunciar, aunque cueste, el "Hágase tu voluntad", y reconocer que Dios sabe más.

He dudado en escribir estas palabras, pues sé que usted el único premio que buscaba y ansiaba era estar a bien con Dios, por aquello de que somos lo que somos ante Dios, como recuerda con frecuencia nuestra obispo Don Jesús Sanz. Pero aun así, quizás dominado en exceso por mi espíritu mundano, me siento en la obligación de escribir estas letras que buscan testimoniar no sólo mi gratitud, sino la de muchas personas que nos hemos beneficiado de su conducta y amistad. Y es que no quiero que se cumpla la indicación que Don Quijote hace a Sancho cuando le dice que el mayor pecado del mundo no es la soberbia, sino el desagradecimiento.

Y es que, puestos a agradecer, son tantas las cosas que tenemos que quizás este escrito se quede pequeño, pero especialmente su sonrisa, su eterna sonrisa, que aliviaba y curaba cualquier conflicto por grave que fuese, cualquier desencuentro o desesperación -quizás por aquello de que alumbra más una sonrisa que la electricidad- . Su eterna sonrisa que facilitaba la cercanía, la confianza y daba la seguridad necesaria para tratar y revelar aquellos temas o asuntos que nos cuestan, pues sabíamos de su comprensión y de su lealtad, y siempre, por muy difícil que fuera la situación, nos animaba, quitaba hierro, aquí no pasó nada, adelante, somos de carne y hueso. Conocía muy bien las limitaciones humanas y los tiempos que vivimos, así como las posibilidades humanas siempre que se orientasen hacia el bien. Ante usted uno se sentía seguro, protegido, en buenas manos, a buen recaudo, y eso, en los tiempos que vivimos, es mucho.

Es de agradecer que el sacerdote transpire oración, piedad, santidad, humildad, preocupación por las almas, y de eso usted ha sido buena muestra. Bastaba fijarse en la devoción y cuidado que ponía en la celebración de la santa misa o en la confesión, con su exquisito respeto a la libertad de las personas. Su despacho de capellanía siempre estaba disponible, abierto para todos.

Es de agradecer que el sacerdote, el buen pastor, sepa que su principal misión es acercar y conducir las almas a Dios. Facilitar ese encuentro personal que nos hace intimar con Jesús y hacerle partícipe de nuestros éxitos y fracasos, de nuestras virtudes y defectos, de nuestras miserias y noblezas? como usted ha hecho. Podría decir más cosas, pero no quiero excederme. Me contento con hacer mías las palabras que hace unos días escribió Rodrigo Cortés cuando definió "milagro" como "normalidad inexplicable", y es que eso ha sido usted para nosotros durante estos años que hemos trabajado juntos en el colegio. ¡Que Dios se lo pague! Y ya, para concluir, solo quiero pedirle, como hizo recientemente nuestro compañero Ricardo, que desde su palco del cielo, su nuevo Wanda Metropolitano, siga intercediendo por todos nosotros.