La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Despacito y buena letra

Memorias del Cruce Nuevo

Unas palabras agradecidas hacia mi barrio y sus gentes

Si hacemos caso a los descontentos de turno, uno ni se levanta de la cama, y menos escribe, con el cómodo pretexto de para qué. Pero afortunadamente uno no pertenece a esa cofradía y cree que, por el mero hecho de nacer, algo se debe aportar a la sociedad, por mínimo que sea, ya mi manera de entender la vida, de encarar las dificultades del momento, mis ilusiones y proyectos, y llegado el caso inmortalizar esos recuerdos que nos pueden motivar y enriquecer. Y esto es lo que quiero hacer, aunque de sobra sé lo difícil del intento, ya que la máquina del recuerdo funciona caprichosa y aleatoriamente y las vivencias se nos escapan o se nos van, debido a que nuestro cerebro se formatea, a veces, sin darnos cuenta.

Hace unos días me encontré mi carné del Instituto Lugones, correspondiente al curso 1970-1971, apertura del centro educativo, donde estudié mi bachiller superior, y en la casilla de domicilio pone Cruce-Nuevo (Lugones), teléfono 56. Y es precisamente esto uno de los motivos que me lleva a escribir sobre mi barrio, mi paraíso de infancia, y de sus vecinos, maestros anónimos con su conducta y ejemplo, muchos ya en el cielo; otros, los menos, renqueantes por sus calles o sentados en sus casas. El espacio es el mismo, confluencia hoy de la Avenida de Oviedo y Avenida de Gijón, pero sus parcelas han variado de forma: antes casas exentas como la de Leonides o edificios de baja densidad, como el de Higinio; hoy, en altura, de hasta cinco o seis pisos. Ya no tenemos ni cuartel de la Guardia Civil, ni aparcamiento del autobús, ni Hogar del Frente de Juventudes (OJE), ni "praos" sin edificar en la carretera general, todo es ya asfalto y cemento. No existe el cartel de "Lambreta", lugar de nuestras concentraciones infantiles; la cuadra de las caballerizas de las lecheras delante de la carpintería de Carril, ni el taller del Pepón el soldador, ni la chatarrería del Quince, ni el de pilas de afilar de Don Ramón.

Otros negocios emblemáticos de la zona, como la tienda de Nedina, que siempre nos sorprendía con su Belén de Navidad, la vinotería, los bares Prado, Madrid y Los Avilesinos, la peluquería de Manuel García -experto en cortes a navaja- han desaparecido, y algunos como el Garaje Martínez, la tienda de Antonio y María o Muebles Genji han cambiado de actividad. Pero, aun así, mi barrio, mi paraíso de infancia, sigue existiendo, y siempre que lo visito, al menos una vez a la semana, me salen al encuentro personas de otro tiempo que amables y sonrientes me dan la bienvenida, como Laurentino y María, Baldomero, Fidencio, Cesáreo y Nedina, García y Albertina, Cándido y Teresa, José y Estelita, Jesús y Carmina, Martín el brigada y Julia, Sarmiento y Amparo, Crisanto y esposa, Evelio, Menchu, Chusi, Miguelito el de Anfer, mis padres y hermanos y otras muchas más que tendría que citar y no entrarían en este texto y que a pesar de las dificultades de entonces -época de pisos de alquiler con derecho a cocina- sabían bien sus obligaciones y deberes y, día tras día, entre trabajo, cartas y vino, tejían su futuro y el mío. El buen recuerdo que me dejaron reclama estas letras.

Siempre que voy me indican dónde correteaban los caballos de la Guardia Civil, dónde jugábamos a la pelota, dónde estaban las torres huecas de tablones del escondite, el lugar donde nos colgábamos de la puerta trasera del autobús o cómo de una punta se hacía una espada con solo ponerla en la vía del tren? Eran los tiempos donde los niños jugábamos en la calle y las teles no habían bloqueado nuestra creatividad y nuestra capacidad de relación. Hoy esto no es posible, y los niños de una misma calle no se conocen.

Hace tiempo que quiero escribir de mi barrio, quizá por aquello de que uno es de donde hizo el bachiller, y sé de su dificultad, pero la empresa se ha adelantado con el citado carné y el fallecimiento en estos últimos tiempos de Miguelito, el de Anfer, -el nieto del Filipino-, de mi hermano Avelino, de Enrique el electricista, de Pío o de Carmina la del garaje. Y es que tantos héroes anónimos no pueden quedar sin incienso, y eso pretenden estas palabras agradecidas hacia un barrio y sus gentes, que tan buenas y perdurables lecciones me han dado a cambio de nada, ni siquiera de una sonrisa.

Con la perspectiva que da el paso de los años, y a pesar de los esfuerzos ímprobos de la ciencia y de la inteligencia artificial -afortunadamente ya no se ven piernas de palo-, se comprueba que nacemos, crecemos y morimos. Ya quedamos menos, y la única manera que tengo de combatir esta limitación es escribir para buscar lo imposible, y es que su recuerdo perdure, su estela no se apague, su ejemplo motive.

Hace ya algunos años, a finales de los 90, Javier el de García nos reunió a muchos en una cena en el Bar Madrid, que para algunos tuvo sabor a despedida. Espero volver a repetirla, aunque sólo sea para evocar vivencias, compartir y avivar recuerdos y revivir amistades de esas que no se olvidan, desinteresadas, a cambio de nada, las de nuestra infancia. No hace mucho, en una de mis visitas, Fernando, aún con los ojos asombrados del niño que fue, me recordaba algo que yo tenía en el olvido, y es que en el bar de mis padres existía una máquina de afeitar eléctrica, donde uno podía mejorar su imagen a un módico precio. Algo impensable hoy, eran otros tiempos. No estábamos aún metidos en la sociedad de consumo ni la influencia americana era tan fuerte. La copla tenía su imperio y los Beatles aún no marcaban tendencia, con Joselito, Marisol y Los Brincos nos bastaba. Nuestras necesidades eran mínimas: comer, vestir y techo para dormir, y para ello, antes como ahora, necesitábamos y necesitamos trabajo.

Supongo que cuando menos lo piense continuaré. Ya he hecho lo más difícil: empezar. ¡Muchas gracias!

Compartir el artículo

stats