La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Jorge Gibert, el monje de Valdediós

El prior que no pudo culminar su gran obra en el monasterio

"El final podía haber sido otro". Esta frase del cisterciense inglés Laurence Curran, miembro del embrión de la incipiente comunidad y organista del monasterio, resume muy bien lo que debió haber ocurrido en esa aventura plagada de obstáculos de los sólo 16 años que duró el intento de la restauración de la orden monástica en ese lugar medieval de Boiges y en el multicentenario edificio para la que se construyó en el año 1200 por decisión del rey Alfonso IX y su esposa D.ª Berenguela.

En la trapa de Vía Coeli de Cóbreces, en la vecina Cantabria, acaba de morir el protagonista principal de esta proeza malograda, Jorge Gibert Tarruel, nacido en Badalona el 30 de abril de 1931 y que con veinte años inició su vida de monje del Císter en el monasterio tarraconense de Poblet. Después de unos cuantos años en ese cenobio, le trasladan a Roma para ser profesor del Pontificio Ateneo San Anselmo que los benedictinos regentan en Roma en el monte Aventino y para ser secretario del Abad General de la Orden. En esta situación estaba cuando surge la posibilidad de restablecer la vida monástica en Valdediós y se ofrece para ello.

La implantación de las autonomías tiene como una de sus consecuencias positivas la recuperación y mayor cuidado del patrimonio artístico y cultural. El gobierno de Pedro de Silva pone los ojos en Valdediós, deshabitado desde 1951 en que dejó de ser seminario, donde los que por él pasaron decían que la formación había sido buena, la disciplina draconiana y el hambre de dolor de tripas. La condición de ponerse a las obras era para luego darle uso, o eclesiástico o turístico. El arzobispo D. Gabino soñó enseguida con la vuelta de la orden cisterciense. El Principado, en convertirlo en parador.

La ocasión se presentó con motivo de la visita del Abad General del Císter, el húngaro Policarpo Zakar, al monasterio cisterciense femenino N.ª Sra. de los Ángeles, ubicado entonces en el pico El Cuetu de Lugones. Allí, precisamente con el generoso ofrecimiento personal del P. Gibert, se gestó su inicio. Y lo que parecía que sería su bendición, porque nacía al amparo de la Santa Sede y no como filial de otro monasterio matriz, al final fue su perdición. En el lapso de tiempo de su corta historia no fue posible reclutar los diez monjes venidos de otros cenobios, que formando comunidad echaran de nuevo raíces en el bien rehabilitado edificio por la escuela taller.

En junio de 1992, en plena vorágine de obras, llegó aquel prior enjuto y austero con su mínima comunidad de otros tres monjes que pudo reclutar para su aventura. Tuvieron que dormir en las antiguas camarillas. Con humor ingles, comentaba el monje Curran: "Estamos en plena naturaleza, de noche oímos a los gatos correr detrás de los ratones?" El P. Gibert quería seguir la remodelación de cerca porque temía que, vistos los planos de los arquitectos, se inclinara más a hotel que a monasterio. En eso fue tan inflexible, que le costó algún disgusto y tirantez con la consejera de Cultura, Amelia Valcárcel, que calificaba las cartas del monje en que criticaba alguna de las ejecuciones arquitectónicas como impropias de la singularidad del edificio, de "jupiterinas". Tan directo y seco en el hablar, lo era más acusadamente en el escribir. "Me envía cartas jupiterinas" comentaba la consejera.

Al fin, la obra pudo terminarse y conseguir, con una extraordinaria rehabilitación, la habitabilidad del vetusto e histórico monasterio. Fue un éxito de la Escuela Taller, del Principado y el P. Gibert con sus propuestas, sus críticas, su enfados, sus ideas, sus desvelos, su indeleble marca cisterciense, sus negociaciones con políticos e instituciones, buscando colaboradores? Muchas personas, creyentes, agnósticas, indiferentes, haciendo honor a la hospitalidad monástica, eran invitadas a comer en aquel ascético y desnudo refectorio participando del rito monástico, parte en silencio oyendo la lectura y el menú muy dietético.

Puedo decir que Jordi Gibert llevaba una vida frenética. Tenía una personalidad muy acusada, como un "bulldozer" capaz de remover los mayores obstáculos, pero también de destruir caminos; enérgico y paciente, místico y colérico, acogedor y radical, inteligente, culto. Tuvo la gran ayuda del ecónomo diocesano José Gabriel que le abrió muchas puertas y le solucionó muchas papeletas. Valdediós fue también el sueño de Pepito. Todo lo fue logrando con su tesón y hasta cabezonería. Volvieron a oírse las melodías gregorianas y volvió la vida regulada por el "ora el labora". Valdediós recuperaba después de ciento cincuenta años su alma mater.

Incluso buscó el modo económico de mantenerse económicamente, lo que no es fácil, ya que este monasterio no tiene otras propiedades de las que poder vivir, vendidas cuando la desamortización. Reunió, también, una notable biblioteca que podía ser el reclamo de otras muchas particulares que no encuentran sitio, aceptación o destino en las institucionales. Pero lo que no consiguió fue consolidar una comunidad suficiente de monjes estable y que disipara todas conjeturas sobre su perdurabilidad.

Más de un centenar de personas se acercaron y probaron ese modo de vida exigente, austero, situado en la raya de lo trascendente.

Sucede con frecuencia que hay personas capaces de grandes gestas pero luego tiene que ser otra persona las que las asiente en la vida cotidiana. Muchas albergamos la esperanza que el monje Massimo (monje de la abadía italiana de Casamari), más joven y de temperamento más templado, le sucediera y culminara la aventura. Esta carencia de Gibert fue aprovechada para acelerar y precipitar el punto final. En su disculpa, ahora que ha muerto, se puede recordar una enigmática frase suya: "Por desgracia, mezquindades y envidias demasiado humanas hicieron acto de presencia y cortaron de raíz una pequeña obra que se iba consolidando".

El día 26 de enero de 2009, el Vaticano decretó la supresión de la comunidad cisterciense de Valdediós. Habían transcurrido solamente poco más de dieciséis años intensos. Había prisa porque estaba a la espera una nueva institución de origen francés, la de San Juan, que se ocuparía el monasterio el mes siguiente. Su estancia fue fugaz.

De aquella pequeña comunidad cisterciense, unos fueron a la abadía de Sobrado de los monjes en La Coruña y el P. Jorge Gibert solicitó entrar en la Trapa Vía Coeli de Cóbreces. No quiso irse lejos, por si algún día pudiera volver a la tierra prometida. Le siguió el gijonés Enrique. Allí, a los 88 años ha muerto este 25 de febrero pasado. Andaba un poco encorvado y con muletas. Un signo, como llevando con fortaleza la cruz de su aventura, a la que nunca renunció.

Compartir el artículo

stats