Hace ya un tiempo que estamos asistiendo a un continuo desfile de personajes empeñados en meternos en la sesera que los gustos de ahora (modas, usos y costumbres?), no son más que la consecuencia de un ataque brutal de los medios empeñados en ofrecernos productos que en realidad son puras baratijas. Y que nosotros, pobres incautos, desprovistos de la mínima capacidad de razonar, aceptamos a las primeras de cambio. De ahí a tratarnos como a "corderos degollados" no hay más que un paso. Incluso, en algunos casos, somos tan ingenuos que aún nos creemos que los filetes democráticos que gozamos son mejores que los bocadillos totalitarios que nos alimentaron antaño. O sea, que no tenemos remedio; somos bobos hasta por el cristal de las gafas, y, además, ciegos de nacimiento, a pesar de que aún no nos hayamos dado cuenta. ¡Qué poco aprendimos de nuestros antecesores, a los que, por lo visto, no había modo de engañar con tanta música falsa!

En términos parecidos (sorna aparte, naturalmente) se expresaba hace unos días un muy conocido escritor y ensayista de este país, que frisa los noventa, empeñado en darnos sesudas lecciones sobre arte y cultura. De modo que dejémonos de memeces, olvidemos ficciones espurias, y démonos cuenta de que la novela, desde que Kafka empuñó su pluma, se ha convertido en un sequedal inmenso. Y lo mismo sucede, claro -sus afirmaciones eran rotundas- con el mundo del celuloide, pues desde "Tiempos modernos" no ha habido nada por lo que mereciera la pena sentarse en una butaca. (No parece difícil ponerse de acuerdo sobre la calidad de ambos ejemplos; pero de ahí a pensar que el mundo se ha parado desde entonces, hay un buen trecho).

Cuando terminé de leer el artículo pensé de inmediato en mi hijo pequeño. Quince años y amante del rap (ya compuso algunas canciones), y cuyo mundo, al igual que el del resto de sus compañeros, no está hecho exclusivamente, como era el nuestro, de rebuscadas lecturas o de críticas y evaluación de películas o de musicales. El juego de rimar palabras no es una cuestión fácil, como tampoco lo es construir un universo personal con todo lo que ven, saborean, escuchan o huelen en su día a día. Sin que por ello haya que pensar que huyen de los libros, películas o discos, sino más bien que nos les confieren ningún carácter único. Sus vigas maestras están emparentadas con las personas que les importan de verdad, con todo aquello que les hace crecer y ser mejores como personas y en su disciplina. Y, sobre todo, y creo que éste es su gran acierto, aspiran a ser felices. ¡Casi nada, su empeño!

Entre las joyas literarias con las que me he encontrado en los últimos tiempos, están las palabras, certeras donde las haya, de Juan Marsé en la introducción a sus Cuentos Completos. "Todo el secreto reside en eso: en conseguir una cierta estabilidad emocional con respecto a las relaciones que mantienes contigo mismo y con los demás. La cultura no son los libros. Es saber salir de casa, sentarte en un banco, en una plaza, fumarte un pitillo o beberte una cerveza, en armonía contigo mismo y con los demás. Eso es cultura. Lo demás son puñetas. No hemos venido a escribir versos, ni novelas, ni zarandajas. Todo eso está muy bien, pero hemos venido, sobre todo, a ser felices".

Así piensan ellos, los raperos. Y también otras personas de otras generaciones distintas, que, desde hace ya mucho tiempo, nos hemos dado cuenta de que la felicidad se consigue con las pequeñas cosas de las que disfrutamos todos los días.