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Velando el fuego

La rebelión de los modestos

Islandia, una selección con jugadores que no son profesionales del fútbol

Los apasionados de las estadísticas ya disponen de un buen número de datos sobre el pasado mundial de fútbol. Como es lógico, cada cual centra sus disparos en la dirección que más le apasiona o le interesa. Puede tratarse de las asistencias a los campos, del promedio goleador, de los porteros más o menos imbatibles o de la efectividad de los delanteros cuando enfilan la portería. Además este año no pueden faltar los debates sobre el VAR, un instrumento justiciero según algunos o un invento que solo sirve para adormecer las pasiones de los lunes en las tertulias. Todo depende, naturalmente, del ojo de halcón que cada uno guste de utilizar.

Por lo que a mí respecta, debo confesar que, a pesar de mi afición por la pelota -en algunas ocasiones me he remitido a ello en este espacio- no he sido capaz de quedarme quieto delante del televisor durante ningún partido (he visto minutos de unos y de otros, pero nada más), ni siquiera cuando jugaba nuestra selección. Y si tuviera que opinar sobre el momento más especial de todos, diría que para mí lo ha sido la gran igualdad existente -algunas selecciones poderosas y a priori favoritas: Alemania, España, Argentina o Brasil, entre otras, se han quedado fuera pronto-, algo a lo no estamos acostumbrados en nuestra liga, donde el dinero da y quita campeonatos con la misma facilidad con la que un mago hace aparecer o desaparecer las palomas en su sombrero.

Cruces verbales

En uno de los cruces verbales a los que asistí, cuando aún el Mundial desenfundaba sus botas, y a la pregunta de quién era mi favorito, respondí que le selección islandesa. Y como quiera que me preguntaran por tal elección, no tuve reparos en remontarme a otros tiempos ya lejanos, cuando los "equipos rusos" -así los denominábamos- venían a jugar a nuestro país, casi siempre contra el Madrid de las Copas de Europa. Carpinteros, fresadores, electricistas o panaderos eran algunas de las profesiones de los integrantes de aquellos equipos -el Spartak de Moscú o el Dinamo entre los nombres que me vienen a la memoria- que se enfrentaban al de la capital y, tras acabar el partido, regresaban en el primer vuelo, pues al día siguiente tenían que reintegrarse a su trabajo. Nada que ver, naturalmente, con los galácticos que, aunque de menor brillo económico, ya resplandecían por entonces en nuestro fútbol.

Esa era la razón, maticé, de mis preferencias por la selección de Islandia, en la que se dan cita desde un técnico dentista hasta varios jugadores que se dedican a la agricultura en sus ratos libres o ayudan en una granja o en una gasolinera durante el invierno. Tales argumentos no debieron de dejar muy satisfechos a mis interlocutores, pues uno de ellos me respondió que vale, que sí, que estaba muy bien, pero que la realidad era otra bien distinta. En ese momento me vino al recuerdo la frase del poeta y novelista mexicano Amado Nervo: "Yo he vivido porque he soñado mucho", pero pensé que no resultaría muy convincente, sobre todo en el fútbol de ahora, donde la hierba natural se ha mudado en un césped artificial y, por tanto, presto a todo tipo de mixturas.

En la actualidad, el fútbol se ha convertido en un juego de permanentes cálculos, en uno de los negocios más lucrativos del mundo, del que podemos afirmar que interesan mucho más las ganancias que el espectáculo deportivo. Lejanos quedan los tiempos en los que nuestro equipo era el representante de la ciudad, del pueblo o del barrio en el que habíamos crecido.

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