La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Instintos

Una lección aprendida de un bebé de siete meses

Como cada día a las 6.30 de la mañana, Daniel me despierta con sus indescifrables balbuceos que acompaña de manotazos, como si en cada uno de ellos quisiera vocalizar los sonidos que no entiendo. Sus siete meses de vida le impiden expresar correctamente lo que quiere. O, mejor dicho, mis 46 años de vida me impiden entender lo que él expresa. Porque Daniel sabe perfectamente lo que quiere, aunque no logre hacerse entender.

Y como cada día lo cargo en mi regazo mientras mi columna protesta recordándome que la naturaleza es sabia cuando nos prepara y seduce para ser padres jóvenes, pero el desarrollo o la involución (según se mire) se empeña en llevarle la contraria y nos convence de que los hijos debemos tenerlos cuando se den todas las condiciones para ello. Qué ironía; como si nuestra generación fuese fruto de esas condiciones idílicas; como si resultase imprescindible tener una aterciopelada vida para criar y educar a nuestra prole. Y gracias a ese desarrollo o involución (según se mire) hemos logrado que nuestra esperanza de vida como seres humanos se amplíe en la misma proporción en la que acortamos nuestra esperanza de vida como padres. Porque Daniel quedará huérfano mío a una temprana edad, por mucho que yo me cuide y la madre naturaleza me respete, pues de todos es sabido que ese ente maternal se ceba en ocasiones hasta con las personas más pulcras.

Pero lo que quería contarles. Ayer, tras el despertar cotidiano, dejé a Daniel en su corralito atestado de juguetes y se quedó sentado mirando todos y cada uno de ellos sin saber por dónde empezar. Y como consideré que en su aterciopelada vida sobraba uno para dejarle más espacio en el que maniobrar, me dio por sacarle de su habitáculo el juguete de mayor tamaño y me fui directo a la cocina. Ni dos segundos tardó la inocente criatura en pasar de la risa al llanto, arrinconándose en la red que le separaba del anhelado objeto tratando de alcanzarlo. Tenía muchos juguetes más; ni siquiera los había tocado, pero sólo quería precisamente ése; el que no se encontraba a su alcance. Y no porque fuese su favorito. Podría haber sido cualquier otro, pero ese, precisamente ese, ya no podía poseerlo.

Daniel no sabe lo que es la propiedad, el egoísmo, la ambición. Ni siquiera sabe que yo soy su padre. No sabe nada de eso. Pero con su reacción me enseñó que el sentido de posesión es algo innato del ser humano y que por muy atestada de juguetes que esté su cuna, el juguete que desea es, precisamente, el que no está en ella. Lo dicho, un instinto del que, con mayor o menor fortuna, tratamos de curarnos en el transcurso de nuestra corta vida.

Compartir el artículo

stats