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Desde mi atalaya turonesa

El "secuestro" de Figaredo

El conflicto minero que terminó con el empresario José María Figaredo retenido en lo alto del castillete

Cuando concluí mis estudios universitarios no me planteé en ningún momento buscar un empleo fuera de Asturias pues el permanecer aquí cerca de mis padres y amigos siempre fue algo a lo que nunca quise renunciar. Sería incapaz de haber vivido en otro lugar que no fuera la tierra en la que nací y me desarrollé. Pero si tenemos en cuenta que el desembarco en el sector industrial no era fácil, mi principal opción, y en la que, dicho sea de paso, me sentía muy a gusto, fue el seguir ocupándome de las clases de Matemáticas en mi academia turonesa de La Felguera.

Era una tarea que venía realizando desde años atrás, primero durante el período estival en mi época de estudiante en la Universidad de Oviedo y después, en ese compás de espera mientras trataba de solucionar la difícil papeleta de inmersión en el mundo de la empresa. Efectivamente, la misión no era fácil: cada cierto tiempo, me personaba ante los directivos de distintas industrias de la región; pero eran tiempos de incertidumbre, tanto a nivel político como social. Corría el año de 1978. La jornada del dos de noviembre de ese año, lo recuerdo muy bien, me había levantado muy temprano pues tenía previsto hacer una visita a Aboño.

Cuando llegué a las instalaciones de la central térmica contacté con algunos representantes de los sindicatos mayoritarios manifestándoles mi deseo de ingresar en la factoría sin importarme las características del puesto de trabajo. Siempre había oído decir a mi padre que lo más importante era cruzar el umbral de una empresa y lo que menos había que tener en cuenta, en principio, era si el empleo tenía o no relación con los estudios que habías realizado. Observé, desde el principio de la entrevista, que alrededor de aquellos sindicalistas se respiraba una atmósfera rara. Quiero decir que, si el empleo en la fábrica se rifara, cuando salí de aquella estancia, ya era consciente de que no tenía ninguna papeleta en el sorteo. No obstante, les dejé mis datos personales y una copia de mi titulación universitaria (creo que este fue mi mayor error) y con buenas palabras aquellos hombres me despidieron asegurándome que cuando "saliera algo" me avisarían.

Por cierto, que aún es el día de hoy en que estoy esperando esa llamada. Regresé de inmediato y cuando llegué a Mieres del Camino me subí a un autobús del Ayuntamiento que me trasladaría hasta Turón. Después tendría que comer y a las cuatro y media de la tarde el comienzo de las clases. Total, que no me sobraba mucho tiempo. Pero al poco de tomar asiento subir en el autocar oí algunos comentarios sobre la huelga de los obreros de Minas de Figaredo que, al decir de algunos, ya era patente en sus instalaciones desde las diez horas de la mañana. La realidad es que la crisis hullera que comenzó en los años sesenta, hizo necesaria la creación de Hunosa que actuó como un paraguas del Estado en el que se habían cobijado, a partir de 1967, la mayoría de empresas mineras de la región ante el "chaparrón" que se les venía encima; la crisis generaba serios problemas que se fueron solventando con aquella medida.

En el caso de Minas de Figaredo, había un problema latente pues se había quedado fuera de Hunosa y sus trabajadores exigían la integración en aquel consorcio estatal que ofrecía numerosas ventajas comenzando por una notable mejora de sus retribuciones salariales; sin embargo, los propietarios de la mina (los hermanos Inocencio y José María Figaredo), biznietos del fundador Vicente Rodríguez Blanco, tenían distinta opinión. Éstos aducían que la inestabilidad de la empresa derivaba de un fuerte absentismo al extraerse en 1977 poco más de 180.000 toneladas, casi 100.000 menos que en al año anterior. También habría que achacarla -eran conscientes de ello- a los bajos precios fijados por el Gobierno para el carbón. Los obreros, por su parte, pedían un plan de viabilidad para aquella industria que se veía amenazada por el cierre y no estaban dispuestos a trabajar en condiciones de inferioridad con respecto al resto de las explotaciones de la comarca.

Ante esta perspectiva nada halagüeña, desde hacía un tiempo habían iniciado una batalla por la supervivencia de la empresa que, a la postre, era su propia supervivencia. Sobremanera en 1978 aquella lucha se recrudeció pues, el 26 de abril, 125 obreros iniciaron un encierro con la finalidad de que los medios de comunicación se hicieran eco de aquel momento tan crítico en que se encontraban. La cosa no quedó ahí pues, tan solo dos días más tarde, en un nuevo golpe de efecto, con motivo del paso de los ciclistas de la Vuelta a España por Figaredo, un grupo de cien trabajadores salieron a la carretera con el propósito de interrumpir la etapa y, de este modo, llamar la atención de la opinión pública acerca de su delicada situación. Durante unos minutos hubo una gran disputa con el numeroso grupo de las fuerzas de orden público que allí se encontraban, momentos providenciales que aprovecharon los esforzados del pedal para salvar el incidente.

Los meses siguientes transcurrieron con cierta normalidad pero los problemas planteados estaban lejos de resolverse y así llegamos a aquel 2 de noviembre del que ahora se cumplen cuarenta años cuando, hacia la una de la tarde, yo regresaba a Turón en el transporte municipal. Al llegar a la altura de La Llavandera, el conductor aminoró la marcha y ya percibimos un fuerte rumor que salía al unísono de cientos de gargantas. Al doblar la curva de la carretera que da vista a la entrada del pozo el panorama que se presentaba a nuestros ojos era impresionante: desde la ventanilla pudimos observar una multitud formada por trabajadores de la empresa y sus familiares, así como por otros vecinos de los pueblos limítrofes que ocupaban, no solo las instalaciones mineras sino también la misma calzada y la zona de Cortina junto a la capilla de San Clemente.

El autobús, finalmente, tuvo que detenerse mientras elementos de la Guardia Civil intentaban poner orden con el fin de evitar un colapso del tráfico rodado. Muchos de los presentes miraban hacia lo alto del castillete del pozo "San Inocencio". Y es que allí, desde las nueve de la mañana -y esta era la causa principal de la aglomeración- cuatro trabajadores ¡tenían retenido al ingeniero José María Figaredo! Al parecer, aquella tensa jornada se había iniciado con una reunión entre los sindicatos y la dirección de la empresa, representada por José María, para salir del punto muerto en que habían quedado las negociaciones.

La realidad es que no había una buena solución para desbloquear aquel conflicto: en el mes de mayo se había solicitado el cierre patronal alegando un pasivo de 240 millones de pesetas. Por otra parte, se observaba una falta de compromiso de la administración central que dirigía el presidente Suárez. Las semanas transcurrían y la situación del colectivo obrero se hacía desesperada. Al concluir aquella reunión sin poder sellar ningún acuerdo nuevo, la parte sindical propuso realizar un encierro, invitando al propio ingeniero a que les acompañase.

Ante la negativa de éste, Avelino García, Laudelino Andrade, Florentino Vidal y Luis Argüelles optaron por retenerle y se dirigieron a la jaula del pozo con el propósito de bajar a la cuarta planta. Pero Inocencio intuyó la maniobra que querían realizar con su hermano por el forcejeo que percibió desde la ventana de su despacho y, con celeridad, ordenó cortar el suministro eléctrico de la jaula impidiendo la intención de los sindicalistas. Sin embargo estos no desistieron en su empeño y, rápidamente, optaron por encaramarse en lo alto del castillete. Habrían de transcurrir nueve horas, comenzaba a declinar el día, cuando los sindicalistas pusieron fin a la protesta decidiendo bajar a tierra donde les esperaba un importante contingente de la Guardia Civil.

Como corolario de esta historia podemos decir que para los obreros no fue lo que querían (paso a Hunosa), pero tampoco resultó lo que no querían (congelación salarial). La solución fue intermedia: entrada en una sociedad paraestatal (en la primavera de 1980 se concreta con el consiguiente decreto de nacionalización de la mina) y ventajas económicas graduales. No hubo, pues, ni vencedores ni vencidos.

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