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Dando la lata

A todo volumen

La mala costumbre de gritar en sitios públicos

Era 1973 y la prensa local anunció la escala del Concorde en el aeropuerto de Gando. Sin embargo, la población de Gran Canaria realmente se enteró de la visita del avión supersónico por el ruido. Toda la isla lo oyó aterrizar. Ningún "canarión", ni siquiera los sordos profundos, fue ajeno a su despegue. Porque los cuatro reactores de aquel fabuloso pájaro anglo-francés aullaban con tal estruendo que nadie en muchos kilómetros a la redonda podía evitar elevar la mirada hacia el cielo y buscar la fuente del atronador sonido. Yo estaba en el patio del colegio cuando las vibraciones revelaron su partida. De hecho, era tal el ruido emitido por el Concorde que muchas ciudades le denegaron el permiso de aterrizaje. El resto de la historia, ya la conocen. Pero creo que hemos de reconocer que, desde entonces, la aviación comercial no ha hecho más que retroceder en velocidad y comodidad. ¿A qué venía esto? Un momento, que tomo el hilo. Y es que el otro día fuimos a la típica casa de comidas asturiana, rural, desenfadada y de cocina inconfundible y contundente. Tan asturiano era el local que el griterío del interior se escuchaba desde bien lejos. Era como si dentro se hubiera desencadenado una pelea como las de las tabernas de las pelis de vaqueros. Qué alboroto. Con precaución, abrimos la puerta, comprobamos que no había ningún indicio de violencia y nos sumergimos en una tempestad de decibelios que ríase usted del Concorde despegando. En el comedor, de no más de cuarenta metros cuadrados, la conversación era inviable y los seis comensales de nuestra mesa renunciamos a comunicarnos por la absoluta imposibilidad de oírnos unos a otros. Una fábrica de bocinas y sirenas es infinitamente más silenciosa. Nos entendimos a base de señas con los camareros, comimos, pagamos y salimos del lugar con un pitido en la cabeza que aún persiste. Y preguntándonos el porqué de esta costumbre tan asturiana de relacionarnos a todo volumen.

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