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Pintor

Nombrando el vacío

La reciente obra del pintor mierense Lisardo

Ese exquisito lugar a donde nos traslada el buen arte no tiene por qué transitar siempre por los senderos del lujo, el lucimiento o la ostentación?, ni tiene porqué estar obligado a relumbrar en el vestíbulo. Al tabique se le puede trasladar la herida, la memoria, el vacío, la tiniebla-luz, la fatiga, la nada?

Pues nunca observé esa nada tan desnuda como esta vez al contemplar lo último del pintor Lisardo (Mieres 1960). ¡Qué estremecedor! Ni la percepción fue lo más importante? Hasta ella permaneció inmóvil, detenida y sobrecogida en ocasiones. Y me sentí un poco solo, tentado a oír, a preguntarle a alguien qué me estaba perdiendo?

Qué poco se necesita para conformar una existencia admirable. Y cuánto cuesta "darle alcance". Quizá solo unos sencillos claros para originar ligeros saltos en la visión. Impalpables sombras, algún reflejo, pequeños brillos. Como si un leve tono, un tenue viso o un ligero resol de luna, fueran los únicos actores del mundo. Mundo que por otro lado nos empuja a agitarnos en la necesidad de la narración o en discursos interesados, para zambullirnos así en gigantescas fantasmagorías y en superburbujas culturales.

Allí nacimos, donde aparte del mineral, no había nada. De allí salimos vislumbrando el vacío, para más tarde regresar e intentar nombrarlo. Como en la obra maestra de J. J. Saer: siempre nombrando el vacío para darle forma de objeto cotidiano, de objeto casi repetido y monótono, donde la luz parece ser lo único que hace y deshace, como si el mundo no fuera más que eso: luz, suavidad, nada, sigilo y poco? Y lugares -o no lugares- donde sitiar el silencio o circundar el vacío, o donde ahorrarse las apariencias para permitir habitar al ser, despojado esta vez de cualquier fingida envoltura.

Y el silencio siempre austero de la palabra vacío -que no significa pobreza o escasez-. En nuestro país, la gente común no afronta el silencio o el vacío ni por asomo. Elude con frecuencia el ser, evitando la responsabilidad de hacerse ciertas preguntas.

La "Serie Blanca" de Lisardo se ofrece como espejo donde descubrir autocríticas. Me reveló con sencillez que no soy más que un relato occidental, un acomodado en la melancolía, un fanático del confort, del hedonismo cibernético y del supermercado mediático, que posiblemente haya desistido de resucitar cualquier utopía humanística.

Los artistas sabemos que las palabras rutinarias y mundanas manifiestan de forma constatativa la representación de la "sabiduría convencional", siendo ésta factor de retraso y oscurantismo. Palabras que no revelan sino que encubren.

¿Por qué? Porque son aparentes, porque se refirieren a los cambios en el aspecto de las cosas, como si todo se produjera en la superficie, en las variaciones de la sensación. Palabras que revestimos de insólitos prestigios, que envolvemos con atributos imaginarios, de las que nos apropiamos y repetimos una y otra vez para confeccionar argumentos que nos convienen, ficciones que nos complacen o invenciones que interesan a nuestros particulares propósitos.

Como el color, aquí la palabra actúa y funciona cuando quien la pronuncia es él mismo ese color o esa palabra. Lisardo, el maestro, no convence por sus argumentos sino por su ser. No pinta ni opina con narrativas fáciles de conjugar sobre la realidad cultural sino que su cuidada evolución le ha llevado al encuentro con la esencialización de la cultura. Esa evolución le ha impedido caer en las apatías del extravío, del descentramiento o en una obra enajenada. Muy al contrario: colocar las cosas en el sitio correcto de la estructura del ser, evita precisamente ese sufrimiento tan común relacionado con la enajenación de uno mismo, con la de sus semejantes y con la de la naturaleza, porque las contacta con el subconsciente que sana e integra. Y restaura a la vez la conexión con su origen y con sus propias fuentes a través de sus imágenes psíquicas. Y nos pone al corriente de que en el hombre -parte nimia del universo- hay un algo maravilloso e ignoto que regula todo lo que hace y le sucede. ¿Acaso no estamos animados por lo desconocido?

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