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Dando la lata

Iglesia (y 2)

Cada uno de estos casos espantosos que van haciéndose públicos me hiere profundamente. Mi cerebro reclama justicia, consciente de lo irreparable del daño causado. Y en el estómago siento la acidez provocada por el indiscriminado ataque contra todo lo que sea o suene a Iglesia Católica, una institución que los ideólogos y causantes de la muerte de cientos de millones de seres humanos inocentes siempre han querido destruir.

No olviden que no existe ONG cuya ejecutoria se aproxime, ni de cerca, a la gigantesca labor social de la Iglesia Católica, desde la parroquia del barrio más humilde hasta la aldea más recóndita de la Tierra. Ninguno de sus enemigos tiene el menor propósito de hacer algo parecido. Ni mucho menos.

Aquellos que ingresaron en la Iglesia Católica para, con el salvoconducto de la condición de religiosos, liberar sus más bajos instintos, desde provocar miedo a unos niños que deberían haber crecido y aprendido rodeados de cariño a los aberrantes abusos sexuales, del despótico ejercicio del poder social facultado por un alzacuellos a la mezquindad y la ruindad, no merecen, en términos de justicia humana, perdón alguno. Pero la criminalización general promovida por los que ni por asomo serían capaces de afrontar la formidable tarea de amparo que lleva a cabo la Iglesia es una injusticia mayúscula. La misma que condujo a la quema de templos y a la tortura y asesinato de curas y monjas hace menos de un siglo (anteayer, como quien dice).

Resulta sorprendente la tolerancia general con las estupideces cotidianas en comparación con la intransigencia si el desbarro proviene de un miembro de la Iglesia. Y es que el catolicismo también congrega a tontos, necios, malvados, resentidos y delincuentes. Pero la gran mayoría de fieles no deja de ser gente normal unida por un credo común y el deseo de un mundo mejor como antesala de ese más allá anunciado.

Casi veinte siglos después, finalmente la Iglesia Católica, retomando el espíritu original del que jamás debió apartarse, comprendió la importancia de la libertad de credo y culto. Esa libertad que nunca aceptarán sus enemigos.

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