Una persona tan querida como un hijo lloraba la noche del lunes, ante el televisor, viendo en llamas Notre Dame, considerada una de las cunas de Europa y de la cristiandad. Ayer me contaba su emoción cuando la visitó en solitario, a primera hora de la mañana, en uno de sus viajes a París. Como no es creyente religioso, comprendí esa sensación especial que transmiten lugares extraordinarios y que a él le llevó ahora a las lágrimas. Con el paso de las horas, el fuego extinguido y la mirada puesta en la reconstrucción, la carrera de la cartera de donaciones comenzó a crecer como las llamas que calcinaron parte de la catedral. Ricos y pobres, empresas, sociedades, estados... se fueron sumando como en un telemaratón. Bien estaría que este entusiasmo por Notre Dame también alcanzase a otras necesidades para mí más perentorias, como el hambre. Nuestra Señora, en cuyo honor se alzó, también lo agradecería. Digo yo...