Diario del coronavirus.

Un domingo de alarma. Silencio sepulcral. Una extraña sensación ya vivida. El verano de 2003 fue uno de los más calurosos en Europa y miren qué oportunos, Cris y yo viajamos en agosto a Italia en coche. Unos parientes nos prestaron su apartamento próximo a Bérgamo, que aprovechamos como base. Era un pueblo pequeño y residencial que en agosto quedaba desierto. Salíamos de buena mañana -a 35 grados- y volvíamos al anochecer -a 38-. Y ni un ruido, ninguna señal de vida, nada. Huyeron todos a las zonas de veraneo y estábamos completamente solos, como los únicos supervivientes de una bomba de neutrones.

El calor aplastante y la inexistencia de más vida humana que nosotros en aquel lugar no facilitaban el sueño. Acabé conociendo todas las teletiendas transalpinas.

Años después, un 15 de agosto -el Ferragosto italiano-, viajamos de Antibes a Alba a través del Paso de Tenda e hicimos un alto en Cuneo. Lo mismo. El vacío absoluto, el silencio total únicamente quebrado por el sonido de nuestros pasos. Y en cada negocio, el mismo anuncio: "Chiuso per ferie", cerrado por vacaciones. Una ciudad desierta, una inquietante sensación de soledad. Volvimos al coche y continuamos hacia nuestra parada y fonda en la capital de la trufa blanca, donde hallamos algo más de presencia humana.

Ahora, mientras escribo estas lineas, el único sonido procedente del exterior es el golpeteo de las gotas de lluvia sobre el terrazo. Una calma absoluta a la que no estamos habituados. Porque la vida en comunidad genera ruido, excesivo en demasiadas ocasiones.

Quién sabe: a lo mejor, estos días aprendemos que en silencio también se puede estar bien.