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Aplaudir a los que aplauden

La indefinición sobre cuándo debe finalizar el homenaje a los sanitarios

Las pandemias, salvo para los epidemiólogos, suelen venir sin manual de instrucciones. Las preguntas abundan y las respuestas escasean. ¿Habrá vacuna pronto?, ¿cuál debe ser el ritmo de la desescalada?, ¿cuándo hay que dejar de salir a la ventana para aplaudir a los sanitarios...?

Al principio, por pudor y por descreimiento generalizado hacia todo lo viral, no estaba claro aquello de aplaudir en comunidad. Lo hacía por lo bajini y sin sacar mucho la cabeza. El primer día fue extraño. El segundo, liberador. Más allá de ser solo un gesto de gratitud hacia un colectivo concreto se convirtió en un trance atávico de comunión diaria con la tribu, tres o cuatro minutos de unión para conjurar el peligro. Sin bongos, pero con palmas.

En el súper nos encontrábamos con mascarilla y guantes. En la ventana, a cara descubierta y con las manos liberadas del gel desinfectante y el látex. Hubo un cambio de estación, pasamos de los abrigos a las camisetas y empezamos a vernos mejor las caras. Hasta que la famosa curva por fin claudicó.

Ahora muchas de las ventanas están cerradas. Los aplausos han perdido intensidad y tratamos de aguzar el oído para ver si en otros barrios ocurre lo mismo o solo pasa en el nuestro. A medida que nos desparramamos por las calles, el fuego de la hoguera tribal se va extinguiendo y surge la duda sobre si hay que avivarlo o dejar que se apague definitivamente. También vuelven las preguntas. ¿Hay una cifra de muertos tolerable?, ¿los sanitarios han dejado de ser héroes?, ¿seguir saliendo a la ventana cuando lo peor ya ha pasado es una especie de insano síndrome de Estocolmo "coronavirusal"?

A veces las respuestas llegan de pequeños gestos reveladores. El martes, cuando la inspección ocular previa de las ocho menos cinco había detectado apenas media docena de vecinos y parecía que aquello llegaba a su fin, la mujer de enfrente de casa, a la que tanto envidiaba su pequeña terraza y su sombrilla en los días de sol, estaba allí, como cada día, mirando al frente y aplaudiendo bajo una fina capa de lluvia. Sin paraguas y con la sombrilla plegada.

No hay chamán que indique a la tribu cuando hay que dejar de aplaudir. Quizá la Guardia Civil debería rastrear los servidores informáticos para dar con el primer tuitero que nos convocó al aplauso y preguntarle el camino a seguir. Quizá el BOE debería determinar cuándo se deben silenciar las palmas. O quizá hay que aplaudir a los que aplauden para que la vecina de enfrente no se quede sola. A no ser que el BOE diga lo contrario.

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