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Una historia rural

Una mirada introspectiva al campesinado asturiano

Tres siglos de sedimentación de identidad colectiva en Riodecoba

Como el coronel de Gabriel García Márquez, el campesinado asturiano no ha tenido quien le escriba. Deslumbrada por focos de atención más seductores, la historiografía asturiana ha menospreciado a un colectivo que ha troquelado, como ningún otro, nuestra forma de ser. Por el espejo de nuestra identidad desfilan astures enfrentados con Roma, pelayistas catequizadores o mineros asaltando los cielos, pero nos resistimos a que quede reflejada la ingente aportación a nuestro acervo común de la sociedad rural asturiana, de la que recientemente Adolfo García Martínez nos ha dejado un doliente epitafio en su conmovedora Alabanza de aldea. En otro contexto, la asociación universal de Francia a los valores de la burguesía liberal no fue óbice para que Le Roy-Ladurie cartografiara los puntos cardinales de su ser social en el hipnótico y cerrado microcosmos de Montaillou, una pequeña aldea occitana.

El Montaillou asturiano se encuentra en Riodecoba, un recóndito lugar del concejo de Illano -perteneció a Allande hasta 1951- cuya vista panorámica nos permite otear las ruinas de nuestro preterido pasado preindustrial. Allí nació en 1803 y allí pereció en 1864 Rosendo María López Castrillón, un campesino autodidacto de mediana posición que nos ha legado un excepcional y vívido recorrido genealógico por los nueve mayorazgos de la casa de la Fuente, mediante el que ilumina el tiempo detenido, en expresión de J. A. Álvarez Castrillón, de la comarca de "Tras el Palo", entre 1550 y 1864. Su absorbente lectura, prologada y anotada con esmero por Juaco López, desmonta los falsos, simplificadores y manidos estereotipos que han distorsionado nuestra percepción y comprensión de la sociedad rural asturiana.

La trasmisión oral predominó en la cultura campesina preindustrial, pero distó de ser iletrada y ágrafa. Fue componente esencial de su mentalidad colectiva la devoción por el documento escrito, compilado en algunas casas en "libros de memorias", una fuente excepcional, hasta ahora desdeñada, para conocer su idiosincrasia. Tan importante como la linde que delimitaba la propiedad, era la disposición de un título o escritura que legitimara la posesión, ya que proporcionaba una garantía de éxito ante la copiosa litigiosidad que protagonizaron. No en vano, cuando la casa familiar del autor de este texto fue pasto de las llamas, sus antepasados celebraron el rescate de "los papeles", ya que para reconstruir el inmueble tiempo habría.

En este relato se constata que el orto y el ocaso de la vida campesina gravitaba en torno a la casería, pero no entendida como mera unidad de producción y reproducción integrada por personas y bienes, sino como legado material e inmaterial articulado por conocimientos, experiencias, sentimientos, valores y creencias, que se deben asumir, transmitir y mejorar porque de ello depende la perpetuación de la estirpe familiar (vocación de atemporalidad) y su reputación en la comunidad aldeana (anhelo de prestigio social). Entre las sentencias y juicios morales que perfilan el arquetipo de la conducta ejemplar despunta un imperativo ético: "honrar como se merece el sudor y la sangre" inherente al legado recibido y transmitirlo al heredero engrandecido.

No menos luminosas resultan las aportaciones sobre aspectos fundamentales de la vida rural, como el sistema hereditario, la dote, los matrimonios de conveniencia, la estructura de la propiedad, los procedimientos de capitalización, endeudamiento y monetarización, el pago en especie, la persistencia del trueque y la permuta, los desplazamientos de la población, la actitud ante las levas, la incidencia de la delincuencia y el bandolerismo, los oficios tradicionales, los roles familiares, la consideración de la mujer, la solidaridad y la conflictividad vecinal, la morbilidad, la toponimia menor, la educación, la religiosidad popular, la actitud ante la muerte y, en suma, la ideología y mentalidad campesina.

Todo ello desde la atenta mirada de un campesino que supo cohonestar su innato "gusto por saber cosas antiguas" con la necesidad de preservar los acontecimientos memorables acaecidos en su pequeño mundo entre los siglos XVI y XIX. Desde la bucólica soledad de una braña perdida, dejó fijado para la posteridad los incendios de 1750, 1796 y 1856, el cultivo de la primera patata en 1780, las fabulosas cosechas de 1803, 1837 y 1857, los ecos de la invasión napoleónica y los orígenes del constitucionalismo, las hambrunas de 1816, 1849 y 1853, las plagas de cuervos de 1830 y 1843, el impacto del carlismo, el diluvio de 1846, o, en 1859, el primer entierro en la parroquia con ataúd. Con su insólito relato, Riodecoba, como el Paniceiros de Xuan Bello, se incorpora al intemporal firmamento de la historia universal. En su tiempo rescatado del olvido espejean, como en ningún otro testimonio, destellos imprescriptibles de la identidad de los asturianos.

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