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Biografía

Retrato de un etcétera

La hermana menor, el acercamiento de Mariana Enriquez a la vida y la obra de Silvina Ocampo

Silvina Ocampo.

La Biblioteca Nacional de Argentina, antiguo templo borgiano en Buenos Aires, ahora en un nuevo emplazamiento, que tiene al frente a Alberto Manguel, lazarillo y discípulo del autor de El Aleph, muestra esta temporada lo más preciado del legado bibliográfico y documental de Adolfo Bioy Casares (1914-1999) y Silvina Ocampo (1903-1993), la gran pareja de las letras australes, que fue más bien un trío. Los 17.000 libros que albergaba su enorme y decadente casa en La Recoleta, en cuyo cementerio reposan ambos, se distribuyeron con criterio equitativo en diez lotes, uno para cada heredero, que nunca llegaron a entregarse a sus destinatarios. Un grupo de patrocinadores adquirió el conjunto por 400.000 dólares para donarlo a la Biblioteca Nacional, cumpliendo así el deseo muchas veces verbalizado por Bioy de que todo aquello acabara siendo una propiedad colectiva. El visitante de la primera selección de ese vasto fondo se acerca a la trastienda de lecturas anotadas, de correspondencia y de relaciones de dos autores cuyos nombres surgen siempre enlazados. Esas caligrafías antiguas, la letra puntiaguda de Bioy, la redondeada de Ocampo, nos remiten a un mundo del ayer que la escritora y periodista Mariana Enriquez trata de recomponer en La hermana menor (Retrato de Silvina Ocampo). El libro, publicado hace cuatro años por Ediciones Universidad Diego Portales, bajo la dirección de Leila Gerriero, se edita ahora en España.

Nacer la más pequeña de seis hermanas dejó en Silvina la sensación de ser "el etcétera de la familia". Esa autodefinición manifiesta un cierto abandono, que va más allá de la costumbre de las gentes potentadas -y sus padres lo eran en grado superlativo- de dejar la crianza de los hijos a cargo de institutrices y mucamas. El origen de la nefasta relación con su hermana Victoria, la Ocampo de primera referencia, está en el capricho de la mayor de privar a la pequeña de una de las personas del servicio más vinculada a su niñez. Así lo recoge Enriquez, aunque después se acumularían más razones. La mujer que parece estar siempre a la sombra de otros, vio abrirse sus primeros caminos literarios en el grupo de la revista "Sur", que encabezaba Victoria. Hay cierta coincidencia, sin embargo, de que la escritura Silvina guardaba escasa relación con los postulados y pretensiones de ese colectivo, quizá porque la suya era una individualidad arraigada en las soledades, en el aislamiento en el mundo propio que floreció en esa infancia vivida con sensación de abandono.

Mujer secreta y libre, cargada de angustias infantiles, imprevisible y cambiante, inaccesible por momentos y llena de rarezas, parapetada tras unas gafas enormes que desfiguraban un rostro de belleza antigua. También de ambigua sexualidad, en torno a la que se tejen algunas de las leyendas de la literatura argentina; feminista sin decálogo ni militancia. Todos esos rasgos componen el retrato de Silvina Ocampo que Mariana Enriquez refleja en La hermana menor. Su figura contrasta con la de Adolfo Bioy, el hombre con el que compartió vida pero no cuarto, un gentleman volcado en el tenis y la seducción, enamoradizo casi siempre correspondido, con una existencia paralela consentida, no sin cierto desgarro, por Silvina, para quien la mayor prueba de amor de su marido es que volvía a casa todos los días. Y además con puntualidad, para la cena, a la que nunca faltaba Borges.

Silvina Ocampo tuvo, en un primer momento, inclinación por la pintura. Durante una larga estancia parisina conoció de cerca a los grandes de las vanguardias y fue discípula de Leger, tras un presumible rechazo de Picasso, nada dado a enseñar. De aquel impulso inicial queda el rastro de los retratos que hacía de sus íntimos, pero se instaló en la escritura, en la que se estrenó en 1937 con Viaje olvidado, primer paso de una trayectoria en la que destacan Autobiografía de Irene o Cornelia frente al espejo. Como sus más próximos, Bioy o Borges, tiene predilección por la narrativa breve aunque nunca dejó la poesía. "Escribió poesía toda la vida pero fue muchísimo menos arriesgada como poeta que como narradora", sostiene Enriquez. En La hermana menor se cuestionan algunas de las leyendas y tópicos sobre Silvina Ocampo. Desmontar los episodios morbosos de su biografía -la relación con la madre de Bioy, con Alejandra Pizarnik- choca con la limitación de la muerte de los protagonistas. Sí alcanza, sin embargo, a socavar dos ideas arraigadas en torno a la escritora: la de que estuvo ensombrecida por su entorno y la de que es un autora postergada. Silvina Ocampo alcanzó reconocimiento al margen de sus más próximos y la vitalidad de su obra queda de manifiesto con la reedición continua que, pese a su singularidad y rareza, la hace accesible al lector de hoy.

La hermana menor es un libro indirecto, que se nutre de otros anteriores. Mariana Enriquez lo completa con algunos intentos frustrados de conocer sobre el terreno los escenarios de la vida de Silvina y con conversaciones con los pocos testigos que ya quedan del tiempo de la retratada. Faltan las fotos a las que hace mención el texto. Lo que Enriquez cuenta trae el eco de un mundo muy lejano, que tuvo un final marcado por el drama y la decrepitud, y deja la sensación de un pasado que se escurre como agua entre los dedos, por la dificultad de aprehender la pura vida por más rastros materiales que acumulemos de ella.

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