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ENSAYO

Las grietas que tiene el mal

Una visión periodística sobre las vidas paralelas de Winston Churchill y George Orwell

Las grietas que tiene el mal

De buenas a primeras, Winston Churchill y George Orwell viven en orillas contrarias del mismo río caudaloso de la política. Sucede esto, sí, de buenas a primeras. Es cierto que Churchill fue el último victoriano vivo y no lo es más que Orwell se formó en las aulas de Eton, que es la cantera de los buenos ingleses: los de la época victoriana y los de todas las demás. El político fue conservador, luego liberal y, al final, otra vez, conservador. El escritor fue siempre socialista. Y, después de los levantamientos contra el POUM en Barcelona, antiestalinista, que, para él, era lo mismo que ser contrario a todo tipo de autoritarismo. Y aquí está el primer punto de fusión entre los personajes que protagonizan lo último de Thomas E. Ricks (Beverly, Massachusetts, Estados Unidos, 1955), periodista de relumbrón, primero en "Wall Street Journal" y, ahora, en "Washington Post".

Este libro es una suerte de vidas paralelas al estilo de Plutarco y también es un análisis de las medidas tomadas para detener el paso a los regímenes plúmbeos y liberticidas. Las dos personalidades que desmenuza Ricks hicieron todo cuanto estuvo en sus manos para lograrlo. Lo hicieron bien, por lo menos a este lado del Telón de Acero, por lo menos hasta hace cuatro días, cuando era impensable que la líder de un partido fascista pelease por la presidencia de la República Francesa, cuando no estaba en la imaginación de nadie una isla-ghetto en medio del mar de la milenaria Dinamarca para encerrar a los migrantes de imposible devolución. De eso va este libro de potente análisis e intenciones preclaras. "Tuvieron que vérselas con una situación apocalíptica que amenazaba la existencia de su forma de vida. Muchas de las personas que los rodeaban aguardaban resignadas el advenimiento del Mal y se prepararon para acomodarse a él", escribe Ricks en el epílogo de este ensayo. Ellos, ni Churchill ni Orwell, no.

El periodista coloca al escritor y al político en una balanza ajustada. Y eso está muy requetebién, más teniendo en cuenta qué se suele decir de Churchill por churchilistas devotos (el exministro Boris Johnson, por ejemplo). Ricks es americano y eleva el poderío del político a límites insospechados (logró lo que se había propuesto: que Estados Unidos se sumase a la guerra), pero también lo pinta en un declive arruinado al final de la contienda (Gran Bretaña había dejado de ser el Imperio mundial y ese colapso lo vivió Churchill en sus propias carnes). Valora lo obligado: que el veterano político salvó su patria y que lo hizo con esos tres discursos de la primavera de 1940, después del fracaso de Dunquerque. O sea, Ricks humaniza a ese dios de los conservadores del mundo, el tipo que lo consiguió todo, que inventó los tanques y hasta la Unión Europea y que si fue el responsable de los muertos en Gallipoli, pues, bueno, uno no siempre acierta con todo. El Churchill de Ricks es estadista, pero también es persona. Y no santo.

El arrojo de Primer Ministro frente a los nazis, a diferencia de los apaciguadores (no queremos más guerras después de la Gran Guerra), permitió que un Reino Unido bajo las leyes de Nuremberg sólo haya sido terreno distópico, el lugar en que Orwell se hizo grande: con R ebelión en la granja o 1984, cuyo héroe, por cierto se llamó Winston. Y no acabó bien. Así que sí, Orwell y Churchill dieron cuerpo y alma a la lucha contra crisis apoteósica: mantener el futuro. Y triunfaron, remarca Rick antes de advertir de que ahora ese futuro empieza agrietarse.

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