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Su etapa como diplomático en Brasil está llena de hallazgos

Esa mirada tras el bastidor de los retratos regios solo está alcance no ya de alguien con su don de la ocasión, sino con la afición a los detalles de Jorge Edwards. Eran, en la Guerra Fría, los días posteriores a la condena del pasado estalinista en la Unión Soviética, y la semblanza de un Neruda golpeado por la información y obligado a un silencio menos leal que "dolorosamente consciente" (p. 88) es otra lección de intrahistoria, también literaria: su viraje al hedonismo marino y amoroso para no regalar más versos heroicos al enemigo interior. Sería en vano, pues las consignas ya estaban lanzadas. Y así "nos emborrachamos de consignas con facilidad y nos convertimos en esclavos de ellas" (p. 76).

Como diplomático de nuevo ingreso, lo descubrimos en Río de Janeiro y Lima. El primer destino depara otro de los hallazgos del volumen, el poeta brasileño Rubem Braga, que junto con el Queque Sanhueza de su juventud santiaguina ofrecen retratos memorables; el homenaje póstumo a dos triunfadores poco evidentes: a su manera y de sus cosas. Son también los años de los primeros libros publicados, y de su destino, en 1962, como secretario de la embajada en París, donde conocerá a los nuevos del Boom hispanoamericano y estrenará una duda definitiva: seguir siendo un diplomático que escribe o, como aquellos, escritor.

Otra vez la historia, irrumpiendo en su vida, se encargaría de disipar las dudas. Tras ganar las elecciones de 1970, con la autoinmolación visionaria de Neruda como candidato de la Unidad Popular, Allende le encomienda la misión de reabrir la legación chilena en La Habana. El diálogo privado de ese encargo, pleno de detalles augurales, estaba casi inédito hasta hoy. Lo demás, que acabaría con el caso Padilla, la expulsión de Edwards de Cuba y la implosión del Boom, ya es historia. Queda para el siguiente tomo de estas memorias que no me canso de avisar como lo mejor que quizá ha dado el género en Hispanoamérica desde José Vasconcelos.

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