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Experiencias

Boxear para abrazar

Un duro camino hacia la subjetividad

Boxear para abrazar

Este libro, con su elocuente subtítulo "Lecciones de un boxeador que peleaba para abrazar mejor", constituye un buen ejemplo de narrativa confesional. Son las reflexiones de un hombre trans que, sin haber tenido nunca un Yo femenino, sí había sido educada "para temer a los hombres", por lo que se pregunta con perplejidad cuál puede ser la definición de "hombre", y, en consecuencia, qué es lo que la sociedad espera de él. Su modelo de vida es su madre, muerta a destiempo pocos años antes de comenzar la narración, lo que, unido a los recuerdos que tiene de los hombres de su experiencia en cuerpo de mujer, le hacen desear ser un tipo de hombre diferente, un "hombre de verdad" transmutado en "persona de verdad", es decir, evitando los aspectos tóxicos de la masculinidad.

Dado que la agresividad, la exhibición de fuerza física y el consiguiente impulso a pelear parecen ser características extendidas de la masculinidad, Thomas, periodista de profesión, se pone a entrenar, a los treinta años, para boxear en combates benéficos en el Madison Square Garden de Nueva York. El mundo de los gimnasios de entrenamiento para el ring contrasta con el ambiente de su propia casa, a la vez que McBee conjuga su relación con los boxeadores en potencia con la que tiene con su familia, y la muy invocada biografía de Mike Tyson, Toda la verdad, con la vida de su madre muerta.

Al mismo tiempo, como periodista, entrevista a diferentes investigadores en temas de violencia, identidad y construcciones de género en los campos de la medicina, la psicología y la sociología. Poco a poco, va armonizando el conocimiento así adquirido con sus vivencias sobre el ring y en los vestuarios, lo que, unido a su tendencia a la amistad demostrada a través de los afectos (oficialmente tan poco "masculinos"), va convenciendo a Thomas Page McBee de que no hay una manera de ser hombre, sino una manera de ser persona.

Michael Kimmel, experto en masculinidades, le explica que "cuando los hombres pelean, tienen que creer que el objetivo de su agresividad es legítimo". Entonces, si quien les hace la vida imposible es su jefe "¿por qué los hombres pegan a sus esposas y no a sus jefes?". Kimmel es tajante: el "objetivo legítimo" es siempre alguien más débil, que tiene menos poder que ellos, alguien a quien pueden pegar, y ganar. Este trasnochado concepto de hombría es el que aún rige la vida cotidiana de demasiados hombres.

McBee no quiere que se le recuerde como el hombre del que se podía llegar a tener miedo, sino como un hombre que evita las ocasiones en que pueda atemorizar a las mujeres: "Tendré en cuenta que mi cuerpo es, para la mayor parte de la gente, un arma, al menos hasta que se demuestre lo contrario". Por eso invoca las teorías de Niobe Way sobre la soledad del hombre frustrado en su afectividad, "construido, al igual que el monstruo de Frankenstein, siguiendo una larga historia de expectativas masculinas", que le pueden llevar al suicidio en el peor de los casos.

McBee confiesa que, en el largo periplo de búsqueda de su subjetividad, enterrada en cuerpos sucesivos predefinidos como de mujer o de hombre, pidió ayuda una y otra vez, hasta que "mi rabia se diluyó contra los cuerpos que me abrazaron". Su crisis de masculinidad, la contestación a sus dudas sobre lo que era ser un hombre, empezó a resolverse cuando comenzó a hacer lo que se suponía que los hombres no hacían: "preguntar, arriesgarme a exponerme, buscar ayuda, ponerme de acuerdo con las mujeres, comprometerme, disculparme".

Cuando McBee consigue trasladar a su presente masculino aquello que en su pasado en femenino hubiera querido encontrar, deshace el malentendido de la predefinición de hombre o mujer al uso y, a través de la empatía y el diálogo, se convierte en persona, algo sencillamente difícil.

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