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La importancia de llamarse Luis Rodríguez

8.38, una novela que contribuye a poner al descubierto a un autor que es uno de los secretos mejor guardados de la literatura española

La importancia de llamarse Luis Rodríguez

Sea en la adolescencia o en la vida adulta, a todos nos habrá pasado alguna vez encontrarnos casi por casualidad con uno de esos escritores lapa (en verdad lapas somos nosotros, los lectores), cuya lectura no nos deja respirar hasta que culminamos todos y cada uno de sus libros. Por el camino vamos creando vínculos, estableciendo referencias entre ellos hasta el punto de que no importa tanto el libro en sí como la experiencia que suscita la lectura. Cuando uno se topa con un libro como 8.38 de Luis Rodríguez (Cosío, Cantabria, 1958) pueden pasar dos cosas, según el tipo de lector que sea. Puede que no pase de la página 30 o puede que eche raíces en su narrativa para siempre. Si busco en un libro que no reafirme mis convicciones, que las ponga en entredicho, que me haga dudar hasta de quién me creo que soy, pertenezco al segundo tipo y me adentraré en 8.38 como el protagonista de Local Hero, la película de Bill Forsyth en la que Mac ( Peter Riegert), un alto ejecutivo, es enviado por una compañía petrolífera a Pennan, un pueblo perdido en Escocia, para comprar todas las propiedades de la zona con el fin de construir una refinería. Mac se va dejando llevar por un mundo y un modo de vida que termina por conquistarle para siempre. Cuando vuelve a Texas, ya nunca será el mismo. Pues bien, tras terminar la lectura de 8.38 y adentrarse en los libros anteriores de Luis Rodríguez, uno presiente que vuelve de un hábitat que tiene sus propias leyes y modos de vida, que le ha roto los esquemas como lector, que le aturde hasta el punto de querer echar raíces en esa narrativa, puro estilo, puro estupor. Pero como no nos queda otra que volver, nos asomamos a la ventana en medio de la noche, el libro sobre la mesa, y asumimos que nos toca vivir de nuevo una vida supuestamente real, que no podemos pisar aquella arena para siempre, pero que ya nada ni nadie nos separará como lectores de las conchas que trajimos en el bolsillo de la gabardina.

Supongamos que el primer libro que leemos de Luis Rodríguez es precisamente el último, 8.38. El título hace referencia a la hora exacta en que alguien, su viuda o una visita, detuvo el reloj del escritorio en el mismo instante en que murió Dostoievski, pasadas las nueve menos veinticinco de la noche. Pero el título es una interferencia más de las múltiples que se desvían de lo que podríamos llamar tema principal: una novela sobre la imposibilidad de escribirla. Luis Rodríguez, personaje principal, pretende escribir una novela basada en supuestos hechos reales: la historia de Aníbal Briz, un brigada de la guardia civil que persigue obsesivamente a Opo y Manuel, dos maquis emboscados en el monte. Pero el autor se bloquea, desaparece del hostal de Santander en que se hospeda y se suicida. Años después, Pablo, un compañero con el que coincidió en el hostal, pretende desde la cárcel convertir en realidad aquella ficción que se le resistía a su amigo. Un juego de espejos en el que vislumbramos un fotograma fugaz de Las Meninas o un gesto aislado de Cervantes, Unamuno o Vila-Matas. La novela se despliega narrativamente mediante tres voces, la del propio Pablo, la de Jacinta, una niña de 12 años que lee los libros de Luis Rodríguez con el alcance de una persona adulta, que sospecha ser ella misma un personaje suyo y que a través de su voz se despliega un festival de intertextualidades, y la de Claudio, alguien totalmente ajeno a la literatura y que trabaja en un banco, como Luis Rodríguez, el de carne y hueso. Esas voces narrativas trazan la extraña biografía de Luis Rodríguez (¿el personaje?) en tres tonalidades diferentes que se complementan de espaldas, por decirlo así, sin miradas cómplices, pero se complementan.

El caso es que uno puede empezar escribiendo una novela sobre la Guerra Civil y acabar escribiendo una novela sobre ese otro mismo que es uno. Es decir, se produce un desvío hacia la herida, porque "escribo por alivio, como quien se rasca los bordes de una herida". Mediante excursos, elipsis, interferencias, homenajes y referencialidad, Luis Rodríguez, el de verdad, si aceptamos "verdad" como animal de compañía, elabora un tríptico sobre la identidad, el mal, el peso de la culpa, la ternura, de lectura fácil y estructura compleja. Ya en La soledad del cometa (KRK, 2009), su primera novela, publicada a los 50 años, planteaba mediante dos narradores alternos, que terminan por confundirse al final, las posibles voladuras del yo a través de la literatura, la identidad como una noción exigua, fugaz e inaprensible. También estaba presente el tema del suicidio, no como un problema filosófico de primer orden, sino como un hábito de conducta sobrevenido. En su siguiente novela, con el llamativo título novienvre (KRK, 2013), narrador y protagonista ya comparten el nombre de Luis Rodríguez en un recorrido del ciclo vital completo de su vida que el narrador enuncia mediante una voz post-mortem. Y también se sirve de los autores que lee mediante mini-textos que provocan una discontinuidad en lo narrado, pero sin generar niveles textuales diferentes, sino más bien anulándose unos a otros, pasándose el testigo en plena carrera. Si bien en la primera todo empezó a derivar en otros temas y en la segunda se extraen las posibilidades que tiene un nombre, Luis Rodríguez, en 8.38, título al que anteceden La herida se mueve ( 2015) y El retablo del no ( 2017), lleva al máximo nivel esas interferencias textuales mediante anécdotas, citas, sucesos históricos, ensoñaciones y demás burbujas textuales que aminoran la línea argumental del texto, pero que el narrador necesita para alimentarse. Uno de esos grumos narra un episodio del rodaje de la película El espejo de Tarkovski. Cuando rodaba una de las escenas relacionadas con su infancia, el director recordó un campo de alforfón y viajó hasta aquel lugar, pero hacía ya muchos años que no se plantaba nada allí. Alquiló un terreno, pidió que lo sembraran de alforfón y esperó lo necesario para filmarlo. Posiblemente nadie iba a añorar ese campo al contemplar uno de avena en la película, nadie se iba a ir del cine por eso, pero sí que era necesario para el autor. Sí lo necesitó para contarse. El personaje Luis Rodríguez pretende escribir una novela que sea un relato eficaz, directo, con una fijación obsesiva, pero Luis Rodríguez, el de carne y hueso, espera al fondo del espejo con la necesidad de esos grumos narrativos para contarse, esas interferencias que suspenden y desvían la línea argumental. Se dice que Luis Rodríguez es el secreto mejor guardado de la literatura española, pero con la publicación de 8.38 es hora de desvelarlo y celebrarlo como se merece.

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