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El rastro de la madre que vino de Mariúpol

Natascha Wodin sigue las pistas de su progenitora que llevan al lector por la historia europea reciente más trágica

El rastro de la madre que vino de Mariúpol

En Mi madre era de Mariúpol, la novela que acaba de publicar Libros del Asteroide, las pistas que una hija sigue para reconstruir la vida de su madre conducen al lector a través de la historia reciente más trágica de Europa. Antes de desaparecer en las aguas de un río cuando Natascha Wodin tenía apenas diez años, le decía: "Si tú hubieras visto lo que he visto yo...". Los recuerdos familiares se ahogaron también aquel día y tendría que pasar mucho tiempo para que volvieran a salir a flote.

Wodin, escritora nacida en Baviera, hija de trabajadores soviéticos desplazados, criada en campos alemanes, decidió hurgar en la internet rusa con la intención de escribir un libro sobre su progenitora. Inicialmente iba a ser una pequeña historia. En realidad y hasta entonces, Wodin no había dejado de contar episodios vividos: desde el momento en que nació en cautiverio, su infancia en un hogar de huérfanas católicas después de la muerte materna y su historia de amor con el poeta Wolfgang Hilbig. Por medio de la investigación descubrió que su madre había nacido en una familia noble en Mariúpol, una soleada y tranquila localidad portuaria de Ucrania, cerca de una playa del mar de Azov, cuando se cumplían tres años de la Revolución de octubre de 1917 y la persecución de aristócratas ya había comenzado en la Unión Soviética. Venía al mundo en medio una guerra civil, en compañía del hambre y el terror. Los de su clase eran hostigados, deportados y asesinados. El miedo la acompañó durante el resto de los días, proyectado de todas las maneras posibles. Primero Stalin, luego la Segunda Guerra Mundial, los trabajos forzado bajo Hitler, y después la acusación de haber colaborado con el enemigo. Fue, con su marido, una de las infelices deportadas por los nazis a Alemania para trabajar en la industria de guerra. Quienes pudieron regresar a la Unión Soviética sufrieron nuevamente amenazs de muerte. A los treinta y seis años, la madre de Natascha Wodin ya no podía soportar su dramática y desarraigada existencia. Se quitó la vida.

Gracias al conocimiento adquirido, Wodin acabó dándose cuenta de la enorme grieta familiar: un abismo que se abría para que pudieran aprovecharse miembros del partido y parientes que se habían arrimado a él y que no dejaron pasar la oportunidad de sacar beneficio del dolor ajeno. A partir de los documentos de una tía pudo enterarse de todo tipo de atrocidades, del gran experimento colectivizador de Stalin a principios de 1930 y sus consecuencias: el genocidio del pueblo ucraniano, la supervivencia y la muerte en el Gulag, donde acabaron algunos familiares.

Mi madre era de Mariúpol desprende una desesperada y conmovedora historiografía que ya nos es familiar debido a la ingente obra literaria centroeuropea sobre el Holocausto. El azar le brindó, además, a la autora la ironía del destino cuando en su discurso de aceptación del premio de la Feria del Libro de Leipzig, en 2017, Wodin dijo que la madre jamás se habría imaginado a su hija hablando de ella en una antigua fábrica de armas de la compañía Flick, donde tuvo que trabajar como esclava para los nazis en las circunstancias más extremas de la guerra.

Es una novela con un lenguaje bien estructurado sin lujos ni sentimentalismo vacuo. Los hechos acompañan en ella de modo armónico a la ficción. Su compasión no es tanto por los familiares sino por el trágico futuro que le aguarda a una huérfana de diez años sola y sin recuerdos. "Si tú hubieras visto lo que he visto yo...". Wodin se encargó de averiguarlo.

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