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Libros

La desconcertante pérdida de la inocencia

Agostino, de Alberto Moravia, una lección magistral - sobre el doloroso tránsito de la infancia a la edad adolescente

Fotograma de "Agostino", de Mauro Bolognini.

Agostino, 13 años, huérfano de padre, pasaba feliz las vacaciones estivales en un pueblecito de la costa toscana. El mejor momento de aquellas jornadas de una década de 1940 apenas despuntada eran sin duda las horas en las que, ajenos a un mundo en sangre, Agostino y su madre, bella a sus ojos como ninguna mujer de la playa, se internaban en el mar a bordo de un patinete a remos que él mismo patroneaba. Sin embargo, llegó un día en el que un joven galán que requebraba a la hermosa burguesa ocupó su lugar en el patinete y Agostino quedó confinado en la playa. Mar adentro, casi un puntito en la lejanía, su madre reproducía con su nuevo acompañante la ceremonia de baños y risas que hasta entonces le había estado reservada solo a él. Peor aún, aquella reverenciada mujer, siempre digna, serena y discreta, se comportaba ahora de modo desconcertante, con modos de niña traviesa y maliciosa.

Agostino, que durante semanas se imaginó envidiado y admirado por el privilegio de acompañar a tan alta, hermosa y floreciente madre, fue golpeado de repente por la bestia de los celos. No sólo eso. Tras contemplar los juegos de su progenitora, un simple roce casual con su vientre le despertaba un oscuro sentimiento de repugnancia y atracción que no alcanzaba a entender. Agostino estaba a punto de iniciar una aventura que, en pocos días, abriría profundos boquetes en el muro de su inocencia infantil.

Considerada una de las más perfectas narraciones del italiano Alberto Moravia (1907-1990), la novela corta Agostino fue escrita en Capri en 1942 y rechazada de inmediato por la censura fascista, que la juzgó escabrosa. Un adjetivo pacato que también le fue adjudicado a buena parte de la obra anterior y posterior del fino narrador, dramaturgo, cineasta, poeta, periodista y crítico cinematográfico romano, quien tuvo entre sus amigos más cercanos a Pasolini. Como muchos otros de sus títulos, Agostino, que vio al fin la luz en 1945, fue llevada al cine. Se encargó de hacerlo, en 1962, Mauro Bolognini, quien asignó a la sueca Ingrid Thulin el papel de madre y al niño Paolo Colombo el de Agostino.

De Moravia, cuya vinculación con el existencialismo fue detectada ya desde su primera novela, la demolición de la burguesía titulada Los indiferentes (1929), suele destacarse su gusto por la disección de las relaciones amorosas, carnales o no, y su maestría en el uso del distanciamiento para desvelar la psicología de sus personajes. Sin embargo, no fueron solo esos dones los que lo volvieron piedra de escándalo, sino el haberlos puesto al servicio de ataques despiadados a la hipocresía y temple acomodaticio de la sociedad europea del pleno siglo XX.

Más allá de las vestiduras rasgadas, el lector desprejuiciado celebrará su sutileza al analizar los vínculos entre sentimiento y condición social, y sus afilados retratos morales de individuos alienados. Todo de la mano de un lenguaje que se conviene en despachar como realista por su extremada precisión y ausencia de ruido, rasgos que lo convierten en bisturí temible en títulos tan celebrados como La romana (1947), La desobediencia (1948), El amor conyugal (1949), El conformista (1951), llevado al cine por Bertolucci, La campesina (1957) o El aburrimiento (1960).

De todo esto hay, y en sapientísima hilazón, en las páginas de Agostino. A partir de la conmoción inicial esbozada más arriba, Moravia dispone un mecanismo que le permitirá, por un lado, ir avanzando en la compleja transformación de la relación materno-filial y, en paralelo, introducir al niño acomodado en un mundo que ni imagina: el de los hijos de pescadores acantonados en una zona de la playa bien alejada de la que frecuentan los bañistas burgueses.

Allí se tropezará un orbe, marcado por la violencia física y verbal, con el que establecerá una relación de atracciones y repulsiones simultáneas, y que, sobre todo, le conducirá al conocimiento y a la humillación. Conocimiento de un mundo sexual que le será revelado abruptamente y que dotará de contornos nuevos su relación con la madre. Humillación, en cuerpo propio y, mucho más aún, en espíritu, al descubrir la imagen de su madre que tienen sus nuevos amigos. En efecto, y como a él le gustaba suponer, su rotunda presencia no les ha pasado desapercibida. Tampoco sus andanzas.

Una vez ahí, Moravia inocula al infante una endiablada pugna en la que el rechazo y el amor a la figura materna se superponen y chocan hasta rozar cumbres obsesivas. Esa espiral genera las escenas que los fascistas calificaron de escabrosas y que, sin duda, pasarán casi desapercibidas al lector apresurado y maravillarán por la exquisitez de su tratamiento, tan adecuado a la mirada de un niño mimado de 13 años, a los lectores avezados. Los mismos que habrán disfrutado las magníficas descripciones de paisajes y costumbres salpicadas aquí y allá. Hasta que la mente infantil de Agostino conciba una solución para recobrar la perdida calma de los días felices. Un vano intento, claro, de saltarse la etapa de dolor adolescente cuya puerta acaba apenas de entreabrir.

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