Pasan las temporadas -está empezando la quinta y ni papa de español porque, dice su teacher, que el guaje es tímido- y Bale sigue sin poder concluir un año con el expediente médico inmaculado. Las cifras están ahí. Desde que el galés se convirtió en el fichaje más caro del Real Madrid, Bale ha sufrido 18 lesiones, que le han hecho perderse 66 partidos. Esto supone que ha estado ausente por problemas físicos el 26 por ciento de los encuentros. O lo que es lo mismo, Bale ha estado de baja toda una temporada.

Lo más preocupante es que no ha sufrido una lesión de larga duración, sino que ha ido encadenando problemas musculares, digamos de gravedad media, que no le han permitido mostrar todo el fútbol que se supone atesora en sus botas. Da la sensación de que en cuanto el galés comienza a coger algo de confianza tras la última rotura -casi todos sus problemas se centran en el sóleo- y se suelta, vuelve a romperse para desesperación del club, que ya comienza a perder la fe en el futbolista. Ya hay quien afirma que o explota este año, o será el último en el Madrid, y lo comparan con otros jugadores de cristal con pasado merengue como Prosinecki y Robben.

El diagnóstico de la última lesión de Bale -la que sufrió a finales de septiembre tras jugar en Liga de Campeones en Dortmund y marcar un gol y dar una asistencia- se ha convertido en un misterio sin resolver. Y es que en cuestión de días, el club blanco cambió en tres ocasiones el informe médico sobre las dolencias que arrastraba el futbolista: que si un calambre, que si una sobrecarga, que si... otra vez el sóleo. Y siempre negando la rotura, algo que los expertos dicen que no es posible si se da por bueno el contenido -muy técnico- del informe de los galenos. Incluso el club, para indignación del seleccionador, culpó de la lesión de Bale a su convocatoria con Gales. Quizá el Madrid haya puesto en marcha una estrategia para no ampliar la leyenda negra del galés, evitar devaluarlo y vender por un buen pellizco a un jugador al que le duele todo.