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Eduardo Jordá

Fútbol

La preferencia en los Mundiales por las selecciones que tienen muy pocas posibilidades de ganar

Hace unos meses vi a una niña que llevaba una camiseta del Barça con el dorsal número 21, un número que no me sonaba de nada. Me pregunté quién sería aquel jugador. Me acerqué y lo vi: André Gomes. ¿André Gomes? Aquella niña tenía que ser muy valiente, porque André Gomes ha sido el jugador más ridiculizado que ha pasado en estos últimos tiempos por el vestuario del Barça. De André Gomes, que había costado 34 millones de euros -una cantidad sustanciosa-, se ha dicho que era un bluff, una estafa, un trasto, un engaño, un armario ropero (con barba), dos armarios roperos ensamblados en uno solo, en fin, esta clase de cosas. Esta primavera, cuando arreciaron las burlas y las críticas de los aficionados por las pifias del jugador en el terreno de juego, André Gomes hizo unas declaraciones en las que decía que su mal juego se debía a su perfeccionismo. "Pensar demasiado me hace daño", le confesó a un periodista. Como es natural, los aficionados lo despellejaron con más crueldad que antes. André Gomes pasó a ser el depresivo, el pensador, el intelectual, el meditabundo, una especie de Hamlet que jugaba con una calavera en vez de un balón. "Que salga al campo con su psicoanalista", dijo alguien. "Que juegue tumbado en camilla", dijo otro. "Que juegue sin pensar", dijo otro más.

"The Barça flop", el desastre del Barça, el inútil del Barça, el gran chasco del Barça: así definía a André Gomes la prensa deportiva británica. Pero aquella niña se había atrevido a lucir una camiseta con el nombre de un jugador que sólo suscitaba burlas, el jugador despreciado, el jugador del que se reía todo el mundo, el jugador que había fracasado cuando se le presentó una ocasión que jamás volverá a tener en toda su vida. Inmediatamente sentí una gran admiración por aquella niña. No le importaban las bromas malintencionadas que seguramente recibiría de sus compañeros de colegio o de los niños con los que se cruzaba por la calle. Ella tenía carácter y no se dejaba imponer las ideas de los demás. Y allí iba, bien orgullosa con su camiseta del número 21, una de las pocas camisetas que se debieron de vender porque muy pocos niños quieren asociar su nombre al fracaso y a las burlas. Chócala, camarada.

Me he acordado de aquella niña ahora que todo el mundo parece estar distraído con el Mundial de Rusia. El otro día, cuando España jugó su primer partido con Portugal -André Gomes, por supuesto, no jugaba con la selección de su país-, crucé una avenida desierta que a esa misma hora estaba siempre llena de gente. Aquella tarde vi un ciclista lejano, un señor que esperaba el autobús, un repartidor de Deliveroo, pero eso fue todo. Una vez, a la puesta de sol, me llegó un alarido de júbilo que salía de un bar -¡gol de España!-, y luego, cuando el día declinaba, una especie de rugido de animal prehistórico que salía de otro bar -¡el empate de Cristiano Ronaldo!-, pero la calle seguía desierta, sin tráfico, sin apenas peatones, sin actividad de ninguna clase. Las pocas personas que nos cruzábamos nos mirábamos con ese aire de complicidad que tienen los enfermos que ocupan la misma planta de un hospital, cuando van paseando por el pasillo con su pijama -siempre demasiado grande o demasiado pequeño- y tienen que ir arrastrando el gotero como si estuvieran paseando al perrito. ¿Qué hacíamos a aquella hora en la calle? ¿Por qué no estábamos viendo el fútbol? ¿Cómo era posible que no nos dejáramos llevar por los gustos de la mayoría de la gente? Pues sí, allí estábamos, en plena calle a la hora en que millones de espectadores estaban viendo el partido por la televisión, enfrentándonos al mundo con el mismo gesto de desafío con que aquella niña lucía su camiseta de André Gomes.

Por alguna razón extraña me gustan las selecciones que tienen muy pocas posibilidades de ganar. En otros Mundiales he intentado animar, sin mucho éxito, a selecciones tan poco glamourosas como Trinidad y Tobago, Honduras, Togo o Senegal. De los lejanos tiempos en que el Mundial se retransmitía en blanco y negro, recuerdo un partido en el que jugaba Haití. Sí, Haití, esa potencia indiscutible del fútbol mundial. Este año puedo elegir entre Panamá, Costa Rica e Islandia, tres equipos que me resultan muy simpáticos. Pero desde que vi el partido de Islandia contra Argentina, con el empate a uno entre una selección de dentistas y granjeros y empleados de gasolinera frente a Messi y compañía, decidí que a partir de ahora ése iba a ser mi equipo. Y siempre estaré bien orgulloso de defenderlo, igual que la niña que lucía su camiseta del Barça con un visible número 21 dedicado a "the Barça flop".

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