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Un chutador legendario

Sobre las condiciones de un jugador que deja una huella perdurable

Con Rafael Biempica se va uno de los futbolistas asturianos de los que se puede decir con certeza que dejará huella perdurable. Por triste paradoja lo hace en medio de la soledad y el silencio forzosos que impone lo prioritario de estos días, en los que hasta el fútbol se ha tenido que retirar del escenario del teatro de la vida, por muy acostumbrado que estuviera a tener un lugar dominante en la cartelera. Las únicas ovaciones que suenan hoy, y con toda justicia, son para quienes luchan en primera línea contra la peste que le ha tocado padecer a nuestra generación.

Lo que distinguió a Biempica fue una singularidad que lo hacía diferente y que acabaría convirtiéndolo en legendario. Había nacido con el don de ser un chutador. Un cañonero, en la terminología bélica tan asociada al relato futbolístico. Y él supo perfeccionarlo hasta lo excepcional, sin que por ello su estilo perdiera el rasgo esencial de la facilidad. Golpeaba el balón más fuerte que nadie y lo hacía sin esfuerzo aparente. El perfil afilado de su cara aniñada, que reclamaba el diminutivo que en seguida le pusieron los aficionados -Piquina- podía inducir a error sobre su fortaleza. Sus muslos, por ejemplo, tenían un aspecto impresionante. Pero la potencia de su pegada y la precisión, que era la que la convertía en demoledora, dependía, sobre todo, de la coordinación. Y él lo conseguía con una extraordinaria economía de movimientos. Apenas necesitaba tiempo y espacio para armar la pierna y ejecutar el disparo. Consiguió goles inolvidables, pero como jugador era, por supuesto, más que un chutador. Tenía habilidad para el regate, movilidad y visión del juego, condiciones necesarias para un puesto como el de interior, que exigía trabajo y sacrificio. En ese puesto se convirtió en un referente a escala nacional, hasta el punto de que llegó a jugar en la selección B y estuvo cerca de hacerlo en la absoluta.

Como jugador de club fue, sobre todo, un referente del Sporting. Pero el penúltimo paso de su carrera lo dio en el Oviedo, donde jugó dos temporadas. Siguió así el ejemplo de otros jugadores asturianos, desde Herrerita y Pena hasta Iván Iglesias y Bango, pasando por Uría, por citar solo algunos que vistieron sucesivamente la camiseta rojiblanca y la azul. Tantos que dan para escribir un libro. De hecho, Janel Cuesta ha hecho uno al respecto. No había entonces redes sociales que hicieran posible convertir ese ejercicio de libertad en algo reprobable y perseguible.

De la etapa azul de Biempica guardo como aficionado el recuerdo del que quizá fuera el último de sus grandes goles, en un partido contra el Español, en el que jugaba Di Stéfano después de su abrupta salida del Real Madrid. Biempica era diestro, pero su izquierda no era de palo y lo demostró aquel día, metiendo a bote pronto un zurdazo que llevó el balón a la escuadra de la portería contraria. Por supuesto, desde fuera del área. En esa misma portería, la del fondo Este, le había visto yo, siendo un crío, marcarle un gol, también desde lejos, a Argila, que no llegó ni a moverse, sorprendido por la fuerza y, sobre todo, por la improvisación del disparo que se había inventado aquel chiquillo que estaba iniciando su carrera como futbolista.

En esa misma portería, y en el Oviedo-Español al que me refería antes, marcaría Di Stéfano, a sus treinta y nueve años, un estupendo gol de cabeza, al rematar un córner como mandan los cánones: entrando a tiempo, saltando en el momento justo y, alcanzado el balón, cabeceándolo hacia abajo. Ese gol no le serviría de gran cosa al Español, que perdería ese partido por 3-1, pero echó una puntada más para enlazar en el recuerdo a los dos protagonistas. Porque Di Stéfano tenía por Biempica un afecto y una admiración que bien podían calificarse de especiales, pues se habían iniciado con un disgusto de la Saeta Rubia, de quien todo el mundo sabía que le gustaba ganar siempre. Y eso no era precisamente lo que le había ocurrido a su equipo en El Molinón en la temporada 1957-58, cuando había caído por un contundente 3-0, que se había iniciado con un disparo lejanísimo de Biempica que Domínguez, el portero madridista, había sido incapaz de contrarrestar. Manuel Sarmiento Birba, que llegó a tener una gran amistad con Di Stéfano, contaba que, cada vez que el líder histórico del Madrid se enteraba de que iba a viajar a Asturias, le mandaba recuerdos para Biempica. Y comentaba: "¡Cómo le pegaba, tú!".

Adiós, Piquina.

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