El Sporting, que ayer cerró una de las peores clasificaciones en sus 115 años y atraviesa una enquistada crisis deportiva e institucional, con el consiguiente distanciamiento entre el club y su masa social (el reciente capítulo de los abonos es solo uno más en ese proceso), ha dejado su futuro en manos de dos desconocidos para el aficionado medio: Javi Rico, en la dirección deportiva, y David Gallego, en el banquillo. Lo mejor de la trayectoria del primero es un ascenso a Segunda con el Pontevedra, al margen de su experiencia en secretarías técnicas de tipo medio. Y lo más notable que ha hecho el segundo es haber entrenado al Espanyol en Primera y en la Liga Europa, en dos etapas distintas, con once victorias, cinco empates y cinco derrotas. La entidad se embarca así en otro viaje por una categoría que no le corresponde, en tiempos de zozobra para el fútbol profesional debido a la crisis del coronavirus.
Algo tendrán seguro a su favor tanto Rico como Gallego. Será difícil que su proyecto empeore al de esta campaña, última creación de la nefasta factoría Torrecilla, en la que el Sporting acaba cuatro puntos por encima del descenso a Segunda B (serán tres si el Deportivo gana su partido aplazado frente al Fuenlabrada) y solo puede aferrarse a haber recuperado su condición de mejor equipo asturiano, más por errores ajenos que por valía propia. Inútil consuelo porque esa posición le corresponde por historia, entre otras razones. No es un mérito, sino una obligación.
Quiso el destino que el epílogo haya sido ante el Huesca, campeón. Club de una ciudad con 53.132 habitantes y 6.200 socios, convertido en ejemplo de buena gestión deportiva, con cuentas saneadas y, sobre todo, ideas claras, porque pesa más el plan que los nombres. Un espejo en el que deben mirarse todos los llamados "grandes" que pululan sin rumbo por la tenebrosa Segunda. Y motivo para la esperanza porque su camino hacia el éxito empezó con unos cuantos desconocidos.
