"Por favor, no puedo más"...

Y empezó a llorar. Y allí estaba yo en mi primera guardia, con la realidad palpitando descorazonada. Unos ojos con más daños que años me miraban pidiéndome ayuda. Estaba desarmada, intenté recordar algo de lo que había memorizado en la carrera, busqué en mi cabeza algún esquema, alguna clase magistral, y lo único que recordé haber aprendido sobre el sufrimiento fue cuál era el pH de una lágrima. Me sentía indefensa y estafada, como si todos estos años hubiera estado trenzando una honda infinita y me hubieran dado una patada en el trasero para salir al ring, donde me esperaba Goliat. Y no tenía piedras.

Me enseñaron la escala EVA del dolor, pero nadie me dijo cómo consolar el dolor de perder a Eva. Sé dar puntos simples, colchoneros, poner grapas, apósitos, vendas. Ni idea de cómo restañar las heridas que no sangran. Münchhausen, Raynaud, Gilbert... puedo decir muchos nombres de síndromes raros pero se me atascan las frases que empiezan por "lo mejor es que no sufra", "no va a recuperarse", "lo siento". Un miligramo por kilo de peso, 500 mg cada 12 horas. ¿Cuánto pesa la culpa? Se olvidaron de decirme lo más importante: que a veces una sonrisa es analgésica y que el efecto es dosis dependiente y no tiene techo; que una mano en el hombro es el mejor antihistamínico contra la duda y llamar a la gente por su nombre es la benzodiazepina de inicio de acción más corto y de semivida más larga.

Al menos, si el camino es duro la buena noticia es que estará lleno de piedras.