La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Cincuenta epístolas a Bilbo (XLVII)

La hora tonta de cada noche en que el perro enloquece su comportamiento hasta quedar desmadejado

"No estamos locos" es, entre otros cantares, el título de un libro sin mayores pretensiones. Valiente como el Príncipe Valiente. Claro como el agua clara. Sencillo antes que mudo. Directo al corazón y a las tripas, pasando por la cabeza. Tan serio como un médico con bata de operar. Tan largo de pluma como la lengua de un cómico del Club de la Comedia, o sea, locuaz. Caliente como tres piedras de hielo en un cubalibre, como la quinceañera excitada ante un póster de Justin Bieber. Tan riguroso como el Fondo Monetario Internacional, o más. Profundo cual presidente de la Conferencia Episcopal, vive Dios. Ameno a la par que concienzudo. Más beligerante que un ciclista profesional subiendo El Angliru, que ya es pedalear. Un manifiesto de indignación en absoluto contenida. "No estamos locos" pudiera parecer, por lo dicho, la obra cumbre de un sólido premio Príncesa de Asturias (qué más quisiera él o ella), pero no. Se trata de una contundente, mordaz diatriba (ni violenta ni injuriosa) contra el turbio y dislocado momento social, político, económico, ideológico que padecemos, escrita por un francotirador de nombre soso y alias rimbombante: José Miguel Monzón, El Gran Wyoming. A esta recensión no le duelen prendas. Sospecho que al autor referido con nombre propio y apodo tampoco le dolerán.

No varió la cosa desde tu principiante etapa de cachorro hasta el tiempo en que alcanzas de sobra la edad de tres años. No varió la cosa. A eso de las once de la noche suena tu hora tonta, tu hora mala, tu hora menguada, tu hora loca. De repente, te revuelcas en el sofá o te pones a escarbarlo con frenesí. Al punto, saltas al suelo, nos encaras desafiante y nos ladras sin que acertemos a dar con tus exigencias destempladas: ¿un hueso de jamón artificial?, ¿un tendón postizo?, ¿una pelota de tenis despeluchada?, ¿tendrá fame el bicho?, ¿querrá salir a fisgar a la terraza?, ¿querrá mear o cagar o jugar a estas horas? Las preguntas sin respuestas de todos los días. De repente otra vez, vuelta al sofá de otro salto atarantado: nuevos revolcones, escarbaduras, trastornadas agitaciones y sonoros resoplidos. Te alargo la mano hasta la barriga para rascarte y calmarte los siete gatos que tienes dentro y me muerdes y arañas el antebrazo izquierdo, hecho ya una auténtica llaceria: salpicado de magulladuras, rasponazos y postillas. ¿Qué sucede en esa hora intempestiva de las once de la noche en que brota por arte de magia tu genio desazonado? Seguimos sin respuestas. Un misterio. De pronto, sin solución de continuidad, te recuestas en cualquier sitio (en el sofá preferentemente) y quedas como aturdido, desmadejado, atontolinado. Te invade, a partir de ese instante, una calma chicha y un sueño de lirón que perduran la noche completa.

Ese comportamiento tuyo en la vigésima tercera hora fatídica, que viene a ultimar los afanes de cada día, da que pensar, Bilbo: ¿Experimentarás vena de loco? ¿Habrás perdido el oremus? ¿Serás un perro chiflado de nacimiento? ¿Estarás infectado por esta especie de lepra medioambiental? O, en fin, como al Dinio ese, ¿la noche te confunde?

Compartir el artículo

stats