La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Tormenta de ideas

Maternidad

Un instinto que sólo nos pertenece a las mujeres y que hace que mantengamos siempre ese afán protector de las crías

Soy mujer, pero mujer mujer. Y anda que no me siento orgullosa ni nada de serlo. Creo realmente que tenemos un montón de cualidades y destrezas que superan y con mucho al género masculino. Y es que somos tan diferentes que en lo único en lo que quiero parecerme a ellos es en la igualdad de oportunidades, y ya para qué decir de la igualdad de salarios. Eso lo doy por hecho. Pero ya no quiero nada más. Soy maravillosamente diferente a ellos. Nunca, jamás, podrán sentir lo que yo he sentido teniendo a mis hijos dentro y pariéndolos. Ni tampoco podrán sentir la unión diferente y especial que se siente cuando amamantas a tu hijo.

Y es que nuestro cerebro es totalmente distinto. Y no lo digo yo, es una evidencia de una maravillosa científica que pueden leer en un libro que se llama "El cerebro femenino", de la doctora Louann Brizendine que confirma lo que yo llevaba años pregonando. Quizás es por eso, por lo que sé y ella confirma: que nunca un hombre podrá suplir el vínculo que se establece entre madre e hijo. El cerebro femenino cambia totalmente durante el embarazo, desde el mismo instante de la concepción hasta el parto. En ese momento, el del parto, se disparan las hormonas, así como se incrementan notablemente los sentidos del oído, tacto, vista y olfato.

Si se escanea el cerebro maternal, es muy parecido al cerebro de una mujer enamorada. La dopamina y la oxitocina inundan nuestros circuitos neuronales haciendo que nos convirtamos en madres protectoras, capaces de enfrentarnos al mayor peligro que uno se pueda imaginar con tal de proteger a nuestras crías. El cerebro de una mujer está preparado para esa maternidad y es por eso que captamos los gestos, los llantos y sus necesidades sin que ni siquiera ellos sepan que las tienen. Esto explica que las mujeres seamos capaces de oír el mínimo quejido de nuestro bebé en el otro extremo de la casa y pasar por encima de nuestra pareja mientras el bebé llora a gritos y aquí el progenitor duerme a pierna suelta. Y encima te suelta por la mañana que qué bien que ha dormido el niño, cuando tú has estado toda la noche calmándole.

El hecho de estar piel con piel acentúa esa unión entre madre e hijo y por eso es tan necesario ese contacto. Recuerdo que por instinto, cuando no podía ya dar de mamar, porque se me había retirado, yo les daba el biberón poniéndolo en mi pecho desnudo, quizás porque por intuición sabía que ese contacto era vital, que su olor, su tacto, su cuerpecito era lo que completaba el mío y que cuando nuestras miradas se encontraban, no había absolutamente nada en el mundo que superara ese momento.

Y sí, he hablado de maternidad, ahora que no está de moda. Que lo que mola y se lleva es decir que nos han vendido una mentira y que lo del instinto maternal no existe, etc. Fíjense si será verdad, que después de que mis estrógenos y mi progesterona se hayan ido hace ya muchos años, algo ha tenido que pasar para que yo vuelva a estar total y absolutamente enamorada. No es la maternidad, pero la siento igual. Tendré que hablar con Louann para que me explique por qué me siento absolutamente arrebatada por mi nieta; por qué soy capaz de destruir cualquier barrera que pudiera separarme de ella; por qué capto cada una de sus emociones y por qué mis prioridades y mi vida se han puesto patas arriba en el mismo instante en la cogí en mis brazos. Doctora Brizendine, quizás tenga ahora que estudiar el cerebro de la abuela... No sería mala idea.

Compartir el artículo

stats