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Profesor de Filosofía

El bien común y el Podemos que Gijón necesita

Una reflexión sobre la participación efectiva de la ciudadanía en la toma de decisiones relevantes

Eso que llamamos la ciudadanía de a pie (a la que me precio de pertenecer, fuera ya de adscripciones significativas) no puede evitar su estupefacción (¿horror?) ante la escena política contemporánea, y, como dice el tópico ancestral que "del asombro (incluso cuando nos da pavor) nace la filosofía", no hay más remedio que pararnos a pensar un poco y replantearnos los interrogantes radicales que se le plantean hoy a quien mantiene su anhelo de vivir en una vecindad, una comunidad, un mundo más igualitario y justo en el reparto del bienestar, en relación al sentido y función del gobierno de la polis... De nuestra polis, de Gijón. O para decirlo en forma más socrática: ¿es aún posible que las nuevas voluntades políticas, más o menos emparentadas con aquel grito de indignación de las plazas del 15-M, sean capaces de congeniar, aquí y ahora, en medio de la "dictadura de los mercados", el reflejo político de la voz del pueblo (sea esto lo que sea) con la quiebra de las viejas utopías colectivas y la destrucción acelerada de los diversos desarrollos del bienestar social en la sociedad contemporánea?. Y es que, mientras teorías pragmáticas optimistas nos hablan de proyectos reflexivos del yo (auxiliados por la "industria de la autoayuda") o de sociedades del riesgo como oportunidad para la gestión de éste en aras del mayor desarrollo de cada cual, empecinándose en en presentarnos este mundo , si no como "el mejor de los posibles", sí, al menos, como "el de las mayores oportunidades y mejores expectativas posibles" para cada sujeto (si tiene la suerte de nacer en el veinte por ciento del mundo rico, claro); las evidencias se empeñan (con un número creciente de yos imposibilitados para cualquier reflexión sobre su propio proyecto y un reparto cada vez más desigual de los riesgos en el planeta, en cada nación, en cada ciudad, en cada barrio...) en declarar periclitadas todas las condiciones de posibilidad para una implantación ética y política del bien común? ¿cabe, pues, aún la buena ventura, individual y colectiva, en este mundo, este país, esta comunidad, esta ciudad, este barrio, o, desdibujado el horizonte de los derechos básicos como inherentes a la condición humana, todo es ya superchería en la sociedad del espectáculo?

Acaso en esta situación la recuperación de la clave política sólo tiene ya sentido en lo local desde el planteamiento radical de una pregunta: ¿cómo intentar volver a la participación efectiva de la ciudadanía en la toma de decisiones que son relevantes para su vida como punto de partida para recuperar la gestión de la felicidad (individual y colectiva) posible?... O, lo que es lo mismo, ¿cómo recuperar, aquí y ahora, un demos que, más allá del maltrecho concepto (y las indignas prácticas) de la representación popular mediada por los partidos políticos, sea capaz de reconstruir su papel como agente activo de los asuntos públicos?... Evidentemente el movimiento de los indignados (según el título que recibiera del librito-llamada, Indignez-vous! -¡Indignaos!-, de Stéphane Hessel de 2010) que, especialmente en los años 2011 y 2012, mostró el hartazgo popular extendiéndose por las calles y plazas de todo el mundo, desde el 15M y la ocupación de la madrileña Plaza de Sol (junto a las más emblemáticas de cientos de ciudades españolas) hasta Occupy Wall Street, , pasando por las cuarenta mil personas que el 29 de mayo de 2011 llenaron con sus quejas la Plaza Syntagma de Atenas, fue la sacudida que situó en primer plano la gran corrupción política, no la del dinero público malversado y robado que estaba en los medios (que también, por supuesto), sino la del robo de la propia democracia a través de sufragios ritualizados para alternar en el poder formal, en una representación de teatro de sombras, partidos políticos o grupos de interés, personalismos sectarios, que actuarían (encubiertos por el patológico síntoma de la "exageración de las diferencias") como solidarios testaferrros de los intereses del verdadero poder, el económico. Su grito "¡No nos representan!" situó en el debate público la crisis de las democracias representativas en un mundo globalizado que desplaza los centros de toma de decisión política desde las instituciones gubernamentales de los Estados hacia los Consejos de Administración de las grandes empresas transnacionales y supuso una verdadera deslegitimación de unas instituciones pseudodemocráticas y, con ello, de sus instrumentos de dominio (de los medios de comunicación social comprados/controlados por el propio poder económico -para construir cosmovisiones e imaginarios colectivos que "naturalicen" el estado de cosas y criminalicen cualquier alternativa- al uso de las porras y las togas al servicio de normas como la nueva Ley de Seguridad Ciudadana española que condenan y castigan toda disidencia y/o resistencia ante lo considerado "políticamente correcto")...

Ahora bien, el problema era evidente: ¿cómo pasar de ese grito sabiamente deslegitimador al combate directo del modelo elitista que caracteriza las democracias parlamentarias (y bipartidistas) existentes sin caer en sus vicios internos (burocratización de procesos selectivos ajenos al debate político como medio para la consagración de castas al servicio de lobbies) y externos (representación real de los intereses de esos grupos de presión con olvido de la ciudadanía de a pie)?... En esa apuesta pretendían (y pretenden) estar los "nuevos partidos" que, con buenas expectativas electorales y rápidas tomas de algunas parcelas del poder político, surgieron a partir de este fenómeno crítico de la escena política, buscando formas para resetear de sistema, que dirían Joan Subirats y Fernando Vallespín en su "España/Reset: herramientas para un cambio de sistema" de 2015, aún cuando las posibilidades de que desde las instituciones se pueda articular cambio radical alguno sean mínimas, como argumentaba ya el Slavoj ?i?ek de Acontecimiento en 2014?... Pero la cuestión sigue ahí presente de cara al mañana: ¿querrán, podrán y sabrán movimientos como SYRIZA (Coalición de la Izquierda Radical), en Grecia, o Podemos, en España, contribuir siquiera a la necesaria y urgente reconstrucción participativa de la democracia en una "revolución ciudadana" que devuelva las instituciones al pueblo para que pueda manifestar y ejercer su voluntad de bien común?

El tema, desde luego, es largo y complejo a nivel global, pero, desde luego, debe ser incorporado inmediatamente, si algo se quiere hacer al respecto, a nivel local. Y el caso es que la práctica institucional en Gijón de Podemos ha contribuido, por el contrario, a reforzar los peores vicios de la vieja partitocracia: del empleo constante de un cierto aparato difuso de agitación y propaganda para una intoxicación informativa que deslegitime críticas y exalte la personalidad de nuevos "caudillos salvaciudades", la rigidez procedimental usada en beneficio del pequeño poder personal como baluarte para excluir disidencias y convertir en costumbre "ritos tradicionalistas de castas de izquierda cuasiclandestina", la proliferación de ocurrencias envueltas en una logomaquia bien pensante (que puede llegar a llamar salario social a la ayuda de emergencia o cualquier otra cosa) como tono legitimidor de la perpetuación en el pequeño poder interno los varones de la vieja generación (la de los "papás que nos cuentan una y otra vez esas historias tan bonitas del 68 o el 78")? Y así no se puede seguir. O se rejuvenecen y feminizan los discursos y las prácticas para abrirlas a la propia voz de la ciudadanía y transformarlas en práctica política coherente o ¡apaga y vámonos! Para ese viaje no habrían hecho falta tantas alforjas.

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