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Verdugos 2.0

El curso comienza en Asturias con el reto de mejorar la convivencia actuando también sobre la proyección de ésta en la red

Reducir de golpe a cero las cifras de acoso es una quimera, así que hemos de vaticinar que uno de cada diez niños, niñas y adolescentes de entre 9 y 16 años sufrirá este curso ciberbullying o acoso a través de redes sociales, si nos basamos en informes como los elaborados por Unicef y la OMS, entre otras entidades. No sólo retratan el problema sino que, además, constatan su virulento crecimiento: la pulsión por hostigar encuentra en la red una aliada casi perfecta.

En la mayoría de los casos, las redes sociales se utilizan para amplifican el acoso físico y prolongarlo en el tiempo y el espacio. Agotan a la víctima porque ya no puede distanciarse de sus verdugos, ni siquiera cuando estos descansan: lo que dejan dicho en la nube vuela cosechando adhesiones o silencios cómplices. Me lo imagino como un estado de vigilia similar al de los torturados en sus celdas.

Los roles son muy parecidos al del acoso físico: la acción de la persona que directamente hostiga se complementa con la conducta de quienes jalean, apoyan discretamente o mantienen una temerosa inacción que acaba siendo cómplice de todo el engranaje anterior. Este último comportamiento es el de los llamados "bystanders", es decir, los espectadores paralizados por el miedo. En Finlandia, que ha puesto en práctica el exitoso método antiacoso Kiva, se trabaja específicamente el cambio de actitud de los bystanders, de manera que el acosador se quede solo.

A todo ello contribuye la denominada "desconexión moral", un catálogo de recursos para la justificación del hostigamiento con el fin de evitar el compromiso ético, es decir, tener que marcarse en contra. Algunos de esos recursos son la culpabilización de la víctima -"algo ha hecho"- o la minimización de las consecuencias del maltrato -"no es para tanto"-.

Esta ecuación de conductas se reproduce en la red en una suerte de avatares o versiones 2.0 de cada rol. Pero, además, la mirada pública se amplifica volviéndose inabarcable. Así, al menos, la percibe la víctima, incrementando de esta manera su sufrimiento. Lanzar un insulto a las redes es como potenciar la capacidad destructiva de un explosivo.

En los últimos años han proliferado programas de actuación específicos contra el ciberbullying en el contexto de los protocolos antiacoso y de convivencia de los centros educativos. Son nuevas versiones de preocupaciones antiguas. De ello se ha hablado estos días en La Laboral, en la jornada sobre "La convivencia escolar como factor de éxito en los centros educativos" organizada por la consejería asturiana de Educación.

Después de escuchar el relato de experiencias en otras comunidades autónomas como País Vasco o Castilla y León, la conclusión es clara: no es suficiente la implicación de equipos directivos, profesorado y familias, la clave está en la acción de los propios chicos y chicas. En la prevención, comprendiendo y ayudando a comprender el uso óptimo de las redes sociales, y en caso de conductas de acoso, identificándolas y colaborando en su neutralización.

Cada aula -ésa es mi experiencia- es una mínima reproducción de la sociedad. En ella, chicos y chicas ensayan lo que ya son y lo que serán como madres y padres, profesionales, ciudadanos, personas conectadas física y virtualmente al mundo. De la misma forma, la vida sigue siendo un aula, donde cada día se aprende y desaprende. Y el liderazgo del cambio reside en quien está aprendiendo y el modelo de persona que aspira a ser, una elección íntima en la que los demás ayudan pero uno o una decide.

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