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La industria posgrado

La burbuja de los másteres ha implosionado, instrumentalizada por la batalla política

Avisan los expertos de que la próxima burbuja de negocio en estallar será la de los alquileres. Si así fuera, en una línea de tiempo imaginaria podríamos colocar entre ese estallido y el anterior inmobiliario la implosión -entre otras- de la burbuja de los másteres. Porque ya no cabe duda de que alrededor de la formación posgrado floreció un negocio que luego creció en escalada enloquecida de oferta y demanda, y finalmente está mostrando las miserias de su propia maquinaria. Junto con otras miserias más del sistema.

Lo triste de este fenómeno es que ha ido a colisionar contra la línea de flotación de las universidades, esos espacios en cuya excelencia queremos seguir creyendo a pies juntillas por higiene mental y social, por preservar un último reducto de futuro en esta era de turbulencias.

La industria del máster se generó alimentada por el plan Bolonia, el estándar formativo europeo de grados de cuatro años complementados con posgrados de especialización de al menos uno, y también por la crisis económica que propició bolsas de parados -jóvenes y senior- con necesidad de hacer más competitivo su currículum. Y no sólo por añadir méritos formativos, los másteres se cursan -sobre todo los más caros y selectivos- para acceder a sus bolsas de prácticas en grandes empresas y por ampliar la red de contactos profesionales y personales. Todo tiene su precio.

Así, en la última década hemos llegado a alcanzar una oferta de casi 4.000 programas de posgrado en nuestro país, ofertados en su gran mayoría por universidades públicas que vieron en esta formación la oportunidad de contar con una valiosa fuente de recursos -nuestros másteres están entre los más caros de la Unión Europea- y de trabajo y prestigio para profesorado propio o afín. Ser director o profesor de máster también hace carrera.

Pero enseguida surgieron los primeros síntomas de la burbuja. El alumnado empezó a escasear así que mantener a flote la siguiente edición de un producto formativo acabó siendo una batalla comercial y de marketing. Existen incluso ferias de formación posgrado, auténticos escaparates de másteres presenciales, semipresenciales, online, públicos, privados, oficiales, no oficiales, propios, habilitantes...

La calidad tampoco creció al mismo ritmo que el negocio, la mayoría de los posgrados acabaron no teniendo la exigencia académica y de esfuerzo que se correspondería con ser el culmen de la formación de grado. Hay que ser apetecible al cliente.

Íbamos asistiendo con mayor o menor distancia a este fenómeno cuando de pronto nos ha arrollado este carro de mierda -permítanme la expresión- que empezó con Cristina Cifuentes y ha ido salpicando a unas y otros convertido ya en arma arrojadiza e instrumento de eliminación del rival político. El espectáculo es profundamente deprimente: afecta a la reputación que presuponemos a nuestras universidades y a la dignidad que deseamos para nuestra política.

El caso de la universidad Juan Carlos I es paradigmático por deplorable. Me pregunto por qué aún no se ha iniciado una auditoría completa de su actividad académica. Independientemente de las investigaciones periodísticas, la acción judicial o las consecuencias políticas de los casos conocidos. Cada segundo que pasa es tiempo perdido; de hecho, acaba de conocerse el borrado masivo de archivos que afectan a la época en la que se ha puesto el foco mediático y judicial. Todo apunta a que la burbuja encontró allí el caldo de cultivo propicio para derivar en un chiringuito de prebendas y dispendios al servicio del poder. ¿Ha ocurrido en las demás?

Y así llegamos al día de hoy. Con nuestros políticos embarrados en una guerra de currículum inflados o falseados, nuestras universidades puestas en cuestión y la formación convertida en negocio y moneda de cambio. Por algún lugar se ha ido desaguando el conocimiento.

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