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Descaudillarse

El ofrecimiento en Asturias para acoger los restos de Franco, más que un gesto de nostálgicos

Hace unas semanas, en una de mis visitas a la librería de mi barrio, mientras me dejaba atrapar por el campo magnético de los productos de papelería, escuché las expresiones contrariadas de dos mujeres que acompañaban a una adolescente en la compra de su agenda escolar. Claramente se trataba de la madre y la abuela de la muchacha. Ambas chequeaban con más interés que la propia chica los contenidos de las agendas que se mostraban en el expositor atiborrado y la contrariedad venía de una constatación perturbadora: en todas ellas figuraba convenientemente señalado el Día del Orgullo Gay.

Ante los primeros comentarios reprobatorios, la librera, la dependienta y yo triangulamos miradas cómplices que se podrían resumir así: hace una espléndida mañana de comienzo de otoño, el día es largo, la vida es corta, tomemos aire y no entremos al trapo. Pero los comentarios subieron de tono y se volvieron hirientes; abuela y madre se jaleaban, atónitas ante una sociedad que definitivamente ya no reconocían.

La librera probó a cerrar el tema formulando una tímida defensa de la diversidad en el mundo civilizado pero sólo consiguió alimentar una cólera de resentimiento añejo, de odio personal cocinado a fuego lento durante años. Cuando escuché comparar a los homosexuales con delincuentes supe que la paz de mi mañana de otoño se iba al traste. No quedaba otra.

Yo no fui sutil, no eran mis clientas, sí mis convecinas pero a esas alturas no me importaba que en adelante me negasen el saludo. Me identifiqué como profesora y les expliqué que el Día del Orgullo dejaría de figurar en los calendarios cuando no existiera ese rechazo atávico, contrario a los valores universales, que ellas mostraban hacia personas con el mismo derecho a la felicidad y a ser ellas mismas que las demás. Fue echar agua en aceite hirviendo.

Es difícil y casi innecesario resumir aquí la cascada de lugares comunes en los que ambas entraron a dúo: la educación disoluta, las chicas echadas a perder buscándose líos con hombres en las fiestas, los chicos incitados a ser gais? Articular respuestas a estas andanadas que vienen del milenario pozo de miedos y odios es absolutamente agotador, inútil y frustrante; suele dejarme una secuela emocional de días.

Más aún cuando miraba a la muchacha, hija y nieta de aquellas dos mujeres furibundas que, sin embargo, guardaba un mutismo que yo quise interpretar como contrariedad contenida por respeto a su familia. También quise imaginar a aquellas mujeres en actitud amorosa y protectora con la niña y luego a ella, ya mayor, sintiéndose querida pero sabiendo sacudirse por fin aquella mentalidad opresora, castradora, yerma. En definitiva, cortando en su generación la cadena de la abominación del otro.

Mientras fabulaba una salida a la muchacha y a mi frustración, me escuché decir: si sacan a Franco del Valle de los Caídos pueden instalarlo en su sofá, estará como en casa. Me sentí aliviada y avergonzada a partes iguales, lo confieso. No es precisamente un cierre de altura intelectual sino ese callejón sin salida razonada al que llevan estas escaladas. Las mujeres optaron por irse, coléricas, mascullando fobias y sin una agenda decente que meter en la mochila a su niña. A día de hoy no sé si mi mención al dictador les halagó u ofendió.

Semanas después de aquella asociación mía de ideas veo que sin haber descaudillado el Valle de los Caídos, el tirano ha emergido en plazas, hogares, pensares y decires. En Asturias ya hay quien se ofrece a acoger sus restos, no porque no tengan familia propia que les dé dignidad privada sino, en el fondo, por el movimiento desatado de reivindicación de su figura. Cuidado, no es un reducto de nostálgicos, es el odio buscando resquicios para rearmarse.

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